A esos seres entrañables que siguen viviendo en mis recuerdos.

“La vida no es otra cosa que el conjunto de
funciones que resisten a la muerte” Xavier Bichat (célebre anatomista del siglo
XVIII).

“Podría definirse a la vida como una enfermedad
incurable, si tenemos en cuenta que lleva a la muerte, en el ciento por ciento
de los casos” sobre
dos líneas del médico y poeta místico inglés Abraham Cowley (siglo XVII).
“El fin práctico de la medicina o arte de curar, asistida por la noble farmacopea, es prolongar la vida todo lo que el sujeto aguante” Chamico (seudónimo de Conrado Nalé Roxlo)

“…me moriré realmente cuando se muera el último que me recuerde…” de “Borges, el memorioso”

“El cirujano a través de sus días vive continuamente al lado de la muerte” ha dicho alguna vez el insigne René Favaloro; es ineludible entonces familiarizarse con ella desde el primer momento si hemos elegido ser médicos. La percepción que tengamos de la misma y el esquema cultural que nos hayamos construido como fruto de nuestras propias experiencias personales y familiares, resultarán determinantes al momento de enfrentar situaciones profesionales vinculadas con los últimos instantes de la vida.

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Una noche de abril del ’67, cuando habíamos terminado de cenar, la mamá de Mamá, que entonces tenía noventa y cuatro años, sufrió -a poco de acostarse- un paro cardíaco.

Papá, de manera muy rápida, comenzó con las maniobras de resucitación, asistido por mí, que permanecía junto a él; en determinado momento, fue hasta su consultorio -dentro de nuestra casa- y trajo algo inyectable.

 Todo resultó inútil, y después de unos pocos minutos aceptamos que la abuela Victoria había muerto en paz, en su hogar, sin ningún sufrimiento y rodeada por sus familiares. Fue mi primera experiencia directa con la muerte; al año siguiente ingresé en Medicina.

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El papá de Papá, mi abuelo Antonio, murió en 1963 a causa de una descompensación cardiovascular, cuando yo estaba por cumplir catorce años. Se fue con mucha paz también, rodeado de sus siete hijos. Volviendo de su sepelio, la familia en pleno se reunió en la casona familiar de Mar del Plata.

Esa tarde de septiembre, sentados en el comedor, entre mate y mate, de manera espontánea, fueron surgiendo los recuerdos de su vida intensa: se conmovieron recordando su tenacidad -propia del gallego inmigrante-, se emocionaron con la evocación de una existencia apegada al trabajo, al sacrificio, al amor a los suyos; sintieron, como siempre, el inmenso orgullo que les dejaba su ejemplo y su honradez.

Al rememorarse en la rueda -una vez más- historias graciosas que todos conocían, referidas a las chinches habituales del viejo o a lo complicado que le resultaba maniobrar el camión, comenzaron poco a poco a reírse; las risas pronto se generalizaron, haciéndolos sentir a todos tranquilos y reconfortados; esto mitigó -de manera comprensible- su pena, revelándoles al fin aquello de que: “Un bel morir tutta la vita onora”.

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Cuando Jorgito –así lo conocimos desde siempre– me hizo llamar, esa mañana de verano, hacía quince días que lo había y nos había sorprendido brutalmente, la noticia de que era portador de un cáncer en estadío terminal.

Fueron dos semanas muy duras, de saber que no había ninguna alternativa terapéutica desde un primer instante, y de esforzarnos todos    -yo desde lo médico y lo personal-  por encontrar la mejor manera de acompañarlo, de confortarlo, de estar a su lado en ese momento doloroso.

El que fuésemos contemporáneos, que nos conociésemos –entre nosotros y nuestros hermanos- desde que nacimos, que nuestros padres hubieran cultivado una amistad de toda una vida, cargaba de pena y emotividad las horas de esos días.

Retomando, ese viernes, después de una larga noche de sufrimiento físico y moral, Jorgito supo que había consumido toda su energía, que no encontraba motivo ni razón para prolongar más su agonía y me pidió -en un ruego- que gestionara ante los médicos que lo asistían en el hospital, un tratamiento para “desconectarlo”, para lograr que se durmiera esperando la muerte.

Se despidió -con una entereza y lucidez emocionantes- de cada uno de sus familiares más cercanos, y lo hizo por supuesto conmigo: fue un diálogo breve, de pocas, sentidas y sencillas palabras, acompañadas de un abrazo que quiso ser interminable, como broche a una hermandad de más de medio siglo. Todo transcurrió en un marco de calma y mucha serenidad. Se le colocó un cóctel de drogas como se suele hacer en esos casos y después de unos minutos, mi entrañable amigo, tranquilo, comenzó a dormirse para siempre.

Muchas veces me tocó, en mi carrera como cirujano, tomar la decisión -debidamente consensuada- de indicar el tratamiento farmacológico que permitiese una muerte tranquila. Otras tantas también, experimenté una verdadera despedida, absolutamente consciente en mi caso, aunque no fuese siempre y necesariamente así en el que partía. Se encuentran estas entre las vivencias más intensas con las que nos enfrentamos en nuestro trabajo, y aunque pueda parecer curioso, yo interpreto que el destino nos distingue a los médicos cuando nos elige para ocupar ese lugar; hacerlo con dignidad, es cumplir cabalmente con el juramento que hemos empeñado.

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Papá y Mamá vivieron muchos años y murieron cuando estaban casi por cumplir los noventa. Los dos fueron dueños de una personalidad más vale fuerte, lo que hizo que privilegiaran una vida autónoma, habitando hasta sus últimos días su departamento, aunque asistidos de manera creciente y conveniente, por un par de muy eficientes colaboradoras. Con seguridad, el haber desarrollado desde siempre hábitos de vida saludables, más la carga inestimable de una buena dotación genética, permitió que pasaran los ochenta y cinco moviéndose con plenitud, caminando mucho Mamá, manejando su auto Papá.

En sus dos últimos años, no obstante, perdieron esa suficiencia, quedando, cada uno a su tiempo, postrados, imposibilitados de valerse por si mismos, con dificultades de expresión y comprensión mamá, con carencia absoluta de movimientos propios papá. Con mis hermanos, acordamos no llevar adelante acciones que significaran alejarlos de casa o agregarles sufrimiento físico o moral a cambio de muy improbables beneficios. En ese contexto, mis viejos -con diferencia de dos años-  murieron cada uno en su cama, rodeados de sus seres queridos.

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Trataba de calmar mi ansiedad, mi desasosiego, fumando y caminando en círculos por la plazoleta frente al sanatorio. En un momento, calculando tiempos que mi experiencia me permitía conocer de sobra, ingresé en el Instituto y me ubiqué en una mesa del bufé del subsuelo, a esperar una llamada que no tardó demasiado en llegar.

Cuando escuché el tono de voz de Walter, supe -al instante- que había sucedido lo peor. Subí hasta el sexto piso en el mismo ascensor que utilizaba casi a diario para llegar a los quirófanos, el lugar en el que había operado centenares de veces esos años. Estaba aturdido y conmocionado.

Sin reparar en vestimentas, haciendo caso omiso de la asepsia y la antisepsia, favorecido por la soledad de un mediodía de domingo, ingresé presuroso hasta la sala 8; allí, sobre la angosta mesa de cirugía, rodeada del anestesista y algunos de los cirujanos, todos amigos muy cercanos, yacía Olga, mi Olguita, ya sin vida. Una incontenible hemorragia abdominal -agudizada por la falta de factores de coagulación-, producida por un absurdo e inconcebible accidente de tránsito de dos días atrás, había terminado con su vida y nuestro matrimonio.

En silencio, con mucha rapidez, abandonaron todos esa sala; abracé el cuerpo todavía caliente de mi esposa, besé sus mejillas humedecidas por mis lágrimas, e inicié, en ese mismo instante, el duelo por esa pérdida tan tremenda como inesperada.

Unos años después, analizando abandonar la práctica profesional, descubrí que el hecho de que mi mujer hubiese fallecido en un quirófano, en uno de los que con habitualidad utilizaba para realizar mis cirugías, me había despojado –con seguridad- de buena parte del galvanizado imprescindible que los cirujanos necesitamos para enfrentarnos al dolor y a la muerte. 

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De los muchos años de carrera, me resulta imposible recordar alguna referencia curricular al tema de la agonía y de la muerte, más allá de lo vinculado a los aspectos anatomopatológicos o medicolegales.

Me parece improbable que quienes en algún momento elegimos ser médicos, hayamos reflexionado -al tiempo de decidir nuestra elección- sobre el papel del médico en los postreros instantes de la vida, alrededor de la experiencia humanamente irrepetible de acercarse a un paciente en sus últimos momentos, con la intención de facilitarle un buen morir.

Por el contrario, la medicina atrapada cada día más en un complejo entramado de recursos tecnológicos que abruman, suele hacer que la natural circunstancia del final de la vida, la muerte, se viva como el fracaso de la ciencia, desconociendo –de hecho– que vida y muerte no son más que dos momentos     –ineludibles– de una misma existencia.

Como correlato de esta particular visión, comprobamos como se gastan ingentes recursos, inmensos presupuestos, lo que ha dado en llamarse el “encarnizamiento terapéutico”, logrando solo posponer por unos días o semanas, un final inevitable.

Resulta interesante verificar como, con la evolución histórica, ha ido cambiando el paradigma de la muerte. Hoy se ha instalado como modelo deseable un final súbito: fallecer sorprendido en pleno impulso, sin sufrimiento ni deterioro, al modo en que lo permiten muchas veces las prevalentes enfermedades cardiovasculares; la buena muerte ya no es más la muerte consciente, preparada, sino la que nos apresa durante el sueño o nos asalta sin que lo advirtamos. Asistimos a la metamorfosis histórica desde una muerte “padecida” a otra muerte “dominada”, en neto paralelismo con el crecimiento del saber médico y la construcción de poder resultante.

Dependiendo en buena medida de la especialidad que hayamos elegido, los médicos hemos tenido, desde siempre, la enorme responsabilidad de asistir a los pacientes murientes. Se considera propio de nuestra profesión determinar el deceso de una persona, participar de su agonía y procurarle el mejor fin, constituyendo este un rasgo netamente distintivo de nuestro quehacer. 

Habremos escuchado muchas veces aquello de que el médico tiene entre sus obligaciones curar a veces, aliviar en muchas, pero acompañar siempre; hacernos cargo de esto, con plena consciencia, nos distingue de manera nítida de la mayoría de nuestros semejantes. Debe residir probablemente en esta diferenciación, una buena parte de la preponderancia que se le asigna a la medicina dentro de la sociedad.

Existe, abundando en este tema, un tipo particular de muerte a la que todos los cirujanos hemos asistido alguna vez, en mi caso con alguna frecuencia por haber participado, en forma diaria, durante un par de años, de las cirugías cardiovasculares centrales que se llevan a cabo en el que fuera mi hospital; me refiero a la muerte en quirófano.

Es esta otra de las muy fuertes experiencias que nos depara esta especialidad; cuando ello acontece, diría que podemos palpar –literalmente- ese límite invisible entre el acá y el más allá. Tengo la impresión de que en esos momentos dramáticos, en ese combate con la muerte, se ingresa en una dimensión temporoespacial distinta a aquella en la que nos movemos en lo cotidiano. He observado, en esos instantes y los que le suceden, una profunda introspección de todos los presentes; no se me ocurre que pudiese ser de otra manera.

Para finalizar, la muerte es nuestro límite en tanto mortales, aunque como bien lo expresa el médico y filósofo José A. Mainetti es “…una finitud por la cual somos infinitos; es decir estamos limitados por la muerte, pero esa limitación no nos impide vivir como si fuéramos inmortales, nuestros actos sobrepasan intencionalmente nuestra subjetividad finita: pensamos, deseamos, amamos, queremos, como si no hubiéramos comenzado y jamás habremos de terminar…”.

* Este título, como los comentarios que desgrano, están inspirados en el libro La dignidad del otro, de editorial Libros del Zorzal (2008), escrito por el reconocido médico argentino Francisco «Paco» Maglio. A quien le interese el tema, le recomiendo con entusiasmo su lectura.