a la memoria de

                                                                        la querida Tita

El viaje de mis viejos a Chile promediando los sesenta, acompañados de mis tías Chola y Margarita, fue el motivo de unas vacaciones distintas, un veraneo inolvidable en Mar del Plata junto a mis dos hermanos: Alicia, casi un año más grande y Horacio, cinco años menor.

Nos quedamos los tres en la vieja casona familiar de 9 de Julio y 20 de Septiembre, al cuidado de Tita, que asumió sin problemas la responsabilidad de vigilarnos, acompañarnos y protegernos durante esas largas tres semanas.

Nuestra “celadora” tendría por entonces unos treinta años, era muy vital, expansiva, gran conversadora y fumadora incansable –mientras sus ojos estuviesen abiertos– de infinitos paquetes de cigarrillos Kenton; mas vale corta de estatura, gordita, aguda y graciosa en sus apreciaciones,ejercía sobre nosotros un indiscutible magnetismo. La sentíamos canchera, inteligente, compinche.

Los días transcurrían con absoluta simpleza entre el bochinche habitual de nuestras rencillas familiares, los mandados por el barrio escrupulosamente distribuidos, el desayuno y la cena organizados entre todos, la playa, el sol, el mar y, lo que más nos atraía en nuestra naciente adolescencia, las trasnoches estiradas todo lo posible en interminables partidos de canasta o chinchón, desprovistos como estábamos –felizmente–, por aquellos años, de la televisión. Disfrutábamos con intensidad de esas veladas, de la trasgresión que significaba para nosotros acostarnos bien de madrugada, apostar alguna que otra moneda en las cartas y de vez en cuando, aprovechando el descuido cómplice de Tita, pegarles unas buenas pitadas a sus fasos.

Debe haber sido quizás por ese clima de alegría y despreocupación en el que estábamos, que no nos alarmó en lo más mínimo la llegada sorpresiva de Isolina y Segundo, mientras nos sacudíamos la arena de los pies en el patio cochera de la casa. Recién llegados desde La Plata –después de muchísimas horas sobre el noble Dauphine– mis tíos, tras un breve rodeo, fueron derecho al grano:

– Albertito – comenzó él, con su manaza sobre mi cabeza, consiguiendo despertar mis primeros temores, tanto por el tono de su voz como por su actitud – nos ha sucedido algo incomprensible, al llegar al hotel descubrí que nos hemos olvidado dos valijas y tengo que volverme a buscarlas…. –no sé cuál sería mi expresión para ese entonces, pero sí recuerdo que comencé a sentir algo muy parecido a la intranquilidad.

– Mientras Segundo va y vuelve, vos tendrías que acompañarme en el hotel –terció mi tía Isolina, confirmando mis oscuros presagios –lo vamos a pasar muy bien, ya vas a ver – agregó tratando de borrar de mi cara un incipiente puchero.

– Pero…yo… – no me salían las palabras.

– Serán sólo dos noches y vos ya sos un hombrecito – intervino Segundo interrumpiendo el balbuceo.

Sobre el desconsuelo, afloró el estoicismo. Éramos, al fin y al cabo, los sobrinos más cercanos de mis tíos, probablemente también sus preferidos y ellos hicieron siempre lo imposible para complacernos. Haciendo de tripas corazón, esbocé un gesto de conformidad. Por dentro estaba aniquilado, pero ni loco me permitiría frustrarles las expectativas y mucho menos despacharme con una escena de malcriado caprichoso, aunque envidiaba la suerte de mis dos hermanos y hasta maldecía por lo bajo intuyendo algún goce malicioso de Horacito. Me recompuse y decidí afrontar la situación como correspondía, lejos estaba de imaginarme la que se me venía.

A la mañana siguiente, bien temprano, Segundo me depositó en el hotel Antártida acompañado de un humilde bolsito en el que acomodé casi toda la ropa de que disponía ese verano, es decir: un short de baño, los mocasines, unas alpargatas, dos calzoncillos y el que llevaba puesto, dos remeras de algodón Pullman escote redondo, una celeste con vivos azules y la otra verde con vivos amarillos, un suéter, dos pares de medias, un peine y el cepillo de dientes.

El hotel, perteneciente a la Marina, era un imponente edificio de ocho pisos con entrada alfombrada sobre la avenida Luro, frente al mar, y un par de infaltables “botones” en la puerta, rigurosamente uniformados, que acrecentaban la paquetería.

El primer día transcurrió sin demasiados sobresaltos, todo estaba dentro del sacrificio calculado, el almuerzo rico y abundante en el hotel, una aburrida como inzafable siesta, la bajada a la Bristol sin ningún entusiasmo de mi parte y la vuelta a la habitación para la ducha previa a la cena. Hasta ese momento todo previsible, actitud obediente, silenciosa y disciplinada de mi parte, amables esfuerzos de Isolina para premiar la compañía. Fue a partir de allí que se desató el cataclismo. 

– Albertito – el diminutivo invariablemente utilizado para dirigirse a mi persona no hacía más que incrementar mi vulnerabilidad –, en este hotel los hombres cenan con corbata…

– ¿……? – silencio de mi parte encogiendo los hombros.

– Así no podés bajar al comedor.

– Tía – respondí, suponiendo un desvarío pasajero –, yo no tengo corbata, es más, ni siquiera tengo una camisa – agregué seguro de desarmar de raíz la descabellada pretensión.

–No, no, Albertito – la situación empezaba a ponerse inquietante –, así no podés bajar al comedor –repitió, mientras revolvía buscando en sus maletas.

Mi desconfianza trocó rápidamente en desesperación cuando avanzó sobre mí blandiendo decidida una pequeña tira de acetato verdoso, irregular, de unos cuarenta centímetros de largo, que mi tío solía usar atada como moño.

De poco valieron mis protestas, mis súplicas, la amenaza de no moverme de la pieza. Al cabo de algunos forcejeos, sobre mi cuello desnudo lucía victorioso el corbatín infame, con las extremidades superando apenas el escote redondo de mi Pullman.

Repasemos la foto, inolvidable para mí, aunque hayan pasado ya más de cincuenta años:

Mi tía Isolina, por ese entonces de unos sesenta y cinco años, menos de un metro y medio de estatura, gordita y con unas piernas muy delgadas, de piel blanquísima, cara empolvada, pómulos con colorete y pelo lacio, escaso y descolorido; zapatos con tacón, pollera angosta bajo la rodilla y de talle muy alto que acortaba aún más su ya de por sí breve figura; como complemento, una blusa de seda natural con botones hechos con perlitas, labios bien pintados y aros en dorado. A su lado el sobrino, o sea yo, exageradamente flaco, de unos catorce o quince años, pelo más vale corto con cuasi flequillo, un jean Far West –al que por esos años llamábamos simplemente vaquero­– la remera de algodón verde, con vivos amarillos, escote redondo y un ridículo cacho de tela brillante anudado alrededor del cuello.

Así hicimos nuestra “entrada triunfal” en el comedor aquella noche ante la indiferencia profesional del maître y tomamos ubicación en nuestra mesa, que no podría precisar donde estaba,  ya que en la interminable hora que duró esa cena no me atreví a levantar la vista fuera de los contornos de mi plato. Solo me limité a tragar lo mas rápidamente posible todo lo que se me servía, en un estado de aturdimiento tal que me impedía articular palabra, ni tan  siquiera escuchar lo que sucedía en las mesas vecinas.

Apenas abandonado el ascensor, recorriendo el pasillo para llegar al cuarto, me desaté furiosamente el mamarracho, mientras Isolina, ajena al bochorno, imperturbable, me decía sonriente:

“Albertito, te has portado todo el día muy bien, así que ahora nos lavamos los dientes y vamos a la San Martín a tomar un helado” –no había caso, apretujando su imagen un tanto grotesca contra mi enorme timidez, la pobre estaba decidida a llevar mi resistencia hasta los límites mismos del suplicio.

Acrecentando mi condena, mi tío Segundo se tomó cuarenta y ocho horas para regresar con las valijas, de manera que una vez más pasé por el mismo calvario: desayuno, almuerzo, siesta, playa, ducha y cena con corbatín, premiado –por supuesto–con un cucurucho en la peatonal, sin despegarme un instante de mi tía o, para ser más preciso. sin que ella se alejara de mí ni a sol ni a sombra.

Con la sabiduría que nos brinda el paso de los años, hoy no me quedan dudas y a pesar que lo disimuló a la perfección, yo sé muy bien que ella tenía la certeza de que abandonarme un solo segundo en esos días… hubiese permitido mi suicidio. 

Nota: Este relato fue publicado en Pinceladas, Ed. Dunken, 2008