A Ezequiel Maderna, representante olímpico en Beijing y campeón argentino de los supermedianos.

                                     

Te lo juro, Maderna, es como yo te digo. Jamás, en la puta vida te había visto, no solo que no te había visto, en la putísima vida había escuchado hablar de vos, Maderna.

   Estábamos parados en la esquina, con Ángela. Yo cada vez más convencido que lo nuestro -con diez años al lomo- no tenía futuro y ella como siempre, atérmica, insulsa, indolente. Y yo puteaba, sí, puteaba por el acto que había armado el Manco en la plaza y porque tenía las calles cortadas, ¿te acordás?  Y ahí viene que vos pasás corriendo y te miramos y nos mirás y nos gritás en la cara: “¡Vamos Cristina, carajo!” por la mujer de Kirchner, la presidente. ¿Te acordás cómo empezó todo?, ¿no?  y yo que te digo, fuerte, como para que me escuches: “¡Qué pelotudo!”.

Y te paraste en seco y me enfrentaste, y te volviste. “¿Qué me dijiste?”, “Lo que escuchaste, que sos un pelotudo”, te contesté yo, que ya, en ese momento, no sabía bien si era yo que hablaba o era la voz de un suicida hijo de puta que tenía adentro jugando al ventrílocuo.

Te viniste al humo, Maderna, te me plantaste enfrente, a medio metro y ¿qué te pensabas?, ¿que iba a retroceder, que iba a salir corriendo?, ¡qué poco que me conocés, Maderna! “¿Qué me dijiste?”, repetiste, y yo, mirándote a la cara, con el cuello doblado porque… ¿cuánto medís, Maderna?, pará, dejame calcular…fácil, uno noventa o uno noventa y dos, y te digo: “¿Qué es lo que no entendés?, ¿que sos un pelotudo?”.

No te la esperabas esa, ahí te empezaste a desconcertar y me tocaste la cara, porque es cierto que no fue un cachetazo, mucho menos que menos una piña, tampoco un empujón, fue un toquecito de tres dedos sobre mi mejilla, no sabías que hacer y… ¿Qué hice yo, Maderna?, ¿te acordás? Te agarré el cuello de la remera de algodón de mierda que tenías y ¡raaac!, te la rajé, y vos que te mirabas y no entendías nada y estabas cada vez más confundido, igual que yo, que no sabía si cortarme la mano o pedir una aguja y un hilo a los gritos y empezar a zurcir y Ángela, que parecía que se había convertido en estatua, que no decía una palabra, que no se movía y abría los ojos cada vez más grandes, que parecía que se le iban a salir de las órbitas, qué mina pelotuda y ¡qué momento!, Maderna, ¡qué momento!

“¿Qué me hiciste?”, los dos nos estudiábamos y yo vi por el rabillo del ojo que salía el tipo del negocio de la esquina y respiré: “Este nos separa”, pensé. Pero no, el muy cobarde se quedó quietito, no abrió la boca; para mí que el sí que te junaba, que sabía bien que vos eras quien eras, Maderna.

Vos venías con una remerita, nada más, y estábamos en pleno invierno, pero yo, me acuerdo que yo iba con pulóver y un chaleco de polar y vos que me decías: “Me rompiste la remera, boludo”, y yo que te contesto: “Ya te lo dije, ¿a qué mierda venís a jodernos a nosotros que estamos aquí, con mi amiga, conversando tranquilos?, te lo repito, sos un pelotudo”. Y ahí como que te pusiste loquito y me levantaste, me cazaste con la zurda y me levantaste en el aire y me apretaste contra la pared. Sí, ¿te acordás que me cruzaste por el aire, en un segundo, desde el cordón de la vereda hasta la pared del negocio, sin tocar las baldosas? ¡Qué lo parió, Maderna!, ¡qué fuerza que tenés, pibe! Eso lo reconozco.

Y así como te lo reconozco, dame vos la derecha Maderna, me levantaste y me pusiste contra la pared, es cierto, que las patitas las tenía en el aire, también, y que no tocaba el suelo ni con la punta de los pies y sí, dale, y que me amenazabas con el puño cerrado, sacudiéndolo a cinco centímetros de mi nariz, mientras me gritabas cerquita de la cara: “¡Vamos Cristina, carajo!”, sí, ¿qué te lo voy a negar?, si vos insistías e insistías, “¡Vamos Cristina, carajo!”. Todo eso es cierto, Maderna, muy cierto, pero contales qué te hacía yo, dale, contales.

Deciles a estos giles qué te hacía yo en ese momento, suspendido en el aire, a una milésima de segundo de perder los dientes, o un ojo, o los dos, o el cerebro, quizás, deciles, Maderna, deciles que el cobarde de mierda del negocio miraba para otro lado y lo teníamos a menos de un metro, y que Ángela suspiraba y gemía con un “Ay, ay, ay…”, que a vos no te servía para nada y a mí menos que menos, que si me largabas en ese momento te juro que la llevaba a patadas en el culo hasta su casa, ¡inútil!

Contales, Maderna, contales que mientras vos me seguías amenazando con romperme la jeta y no parabas de gritarme lo mismo, yo me reía Maderna, ¿te acordás que me reía? Maderna, y vos habrás pensado que era de los nervios y yo te juro, Maderna, que me reía, sí, pero porque no podía entender en el quilombo que me había metido, porque no podía entender de dónde me había salido el coraje para decirte pelotudo, Maderna, porque no entiendo hasta el día de hoy qué fuerza extraña me guió la mano y me la llevó hasta tu remera y te la rompió, Maderna, te la hizo mierda, ¿te das cuenta?, y te desconcertaste, y eso me hizo más gracia Maderna, me dio más risa, y mirá que yo no sabía, no tenía ni idea de quién eras, ¿o vos te creés que me podía imaginar que enfrente de mi había un boxeador, Maderna?, qué digo un boxeador, un campeón de box, y con los títulos que vos tenés, Maderna. Ni por puta, Maderna, ni por puta. Y encima me reía.

 ¿Y te acordás como terminó todo, ¿no?, que bajaste los brazos, impotente, y que algunos curiosos se habían acercado y miraban sin intervenir, los muy cobardes, pero empezaban a llegar, y bajaste los brazos, Maderna. Te abriste paso a las puteadas, “viejo de mierda”, me decías, Maderna, y yo sacaba pecho mientras me acomodaba la ropa, sacaba pecho y te miraba desafiante porque estaba seguro de que ya no te ibas a volver Maderna. Te fuiste derrotado, con una sensación fea de bochorno, puteando, y yo me quedé ahí, y me reía en medio de la gente y con Ángela, más cargosa que nunca: “¿Estás bien?”, “¿Seguro qué no te pasó nada?”, “Te acompaño, dale”, “te acompaño hasta el auto”. Me hinchaba los quinotos y me la saqué de encima a ella también, Maderna, gracias a vos, querido, ¡me la saqué de encima para siempre! No me va a alcanzar la vida para agradecértelo, pibe.

Hoy agarro el diario, Maderna, y te veo en una foto inclinado, recibís una piña en la oreja y estás a punto de irte a la lona, Maderna, se te han doblado las rodillas y no sabés la pena que me produce verte, lo mal que me hace leer que el ruso Beterviev te demolió las ilusiones, Maderna, que te ganó por nocaut en cuatro asaltos el título mundial de los mediopesados, en Montreal.

Y ahora es fácil entender que tenías la trompada prohibida, Maderna, lo que no es tan sencillo de imaginar es que yo te tuve a centímetros nomás y que en ese momento me reía, Maderna, que vos tenías veintipico y yo sesenta y cinco y me reía, Maderna, y que me llevabas más de una cabeza y me reía, Maderna, y que me podrías haber matado y me reía, Maderna, que me reía, pero… ¿de qué me reía, Maderna?, ¿de qué carajo me reía?

                

Este relato fue publicado en «LUZ MAGENTA y otras historias» de Editorial Scotti, año 2016.