Cuando está en su casa, en Barcelona, donde ha vivido gran parte de su vida, escucha cada quince minutos el campanario de una iglesia próxima. Cada tañido lo oye “en turquesa”. Neil Harbisson –nacido en el Reino Unido– sufre acromatopsia, una extraña enfermedad congénita que le imposibilita visualizar colores. Hasta los veinte años, en que logró que le implantaran una antena en la cabeza –conectada a su vía auditiva–, su vida transcurrió dentro del blanco y negro. Desde entonces ha logrado sentir la vibración de los colores, incluso con una variedad que supera, en miles, la escala cromática que percibimos los demás mortales. Es el primer cyborg reconocido oficialmente.

Buscaba material que hablara de la creación de vida artificial –para una próxima charla de Bioética– y, repasando su historia, no pude menos que conectarla con nuestro presente.

Parece como si hubiésemos pasado un larguísimo siglo. Sin embargo, esto comenzó para nosotros hace catorce meses. La criatura, traicionera y taimada –que se comenta vio la luz entre pangolines y murciélagos– se expandió por el mundo a la velocidad del trueno despertando reacciones de asombro y descreimiento. No eran muchos –entonces– los que apostaban a que caminaría rozagante todavía hoy, en el dosmilveintiuno. No solo ha cambiado radicalmente nuestras vidas, ha dejado y deja a su paso un tremendo dolor por la pérdida de los seres queridos.

 La realidad, la única verdad –como dijo Aristóteles parafraseando al general– es que nos tiene atemorizados, acorralados. Nos obliga a permanecer día y noche con el barbijo puesto, chorreando alcohol en gel, guardando conveniente distancia y con el culito apretado y bien pegado contra la pared.

La vida transcurre en blanco y negro como en un viejo programa de la tele. Los fines de semana nos traen la sensación de estar metidos en La dimensión desconocida o dentro de alguna de las ocho millones de historias de La ciudad desnuda. Suelo tener la misma pesadilla una noche tras otra: sueño que soy una rata de laboratorio encerrada en un televisor. Intento huir con desesperación mientras recorro –de arriba para abajo y a gran velocidad–  las entrañas de un viejo receptor de veinte pulgadas, de los años cincuenta. Anoche, gracias a la reinstalación del bendito aislamiento y los inevitables retenes acechando en las calles, mi perturbación alcanzó el paroxismo: Al saltar una válvula e intentar meterme a la carrera en el tubo de los rayos catódicos tropecé, di varias vueltas en el aire, y fui a estrellarme de lleno contra los mofletes del viejo Dan Mathews, de la Patrulla de caminos. “Veinte cincuenta llamando a jefatura” le escuché modular.

No dejo de barajar alternativas que nos liberen de estas ataduras, atajos que nos lleven a recuperar al menos los colores primarios. Pienso, pienso y repienso. No tengo la pretenciosa idea de terminar ahogado en la adrenalina que nos producía el viejo Cinerama, mucho menos en el despliegue del Cinemascope, pero….

No soy de bajar los brazos con resignación. A pesar de que le pongo garra tengo muchas dificultades aún para distinguir entre un malva o un violeta espectral, entre una lavanda o una amatista, pero lo lograré. Tampoco pido volver a ver el arco iris con cada amanecer, me conformaría al menos con media docena de pomitos de témpera que le pusieran un poquito de luz o de alegría a estos tiempos de tanta negrura. No cabe dentro de mí la más mínima duda.

Ténganme fe, estoy absolutamente seguro de que, en algún momento, se me va a prender la lamparita.

foto de Kiki Cardoso