A quienes han tenido, como yo, el privilegio de sentir la gratitud de los pacientes.

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Mi tío Antonio era –sin duda alguna –un personaje singular. Nacido en algún lugar de la Provincia de Buenos Aires, en 1895, nunca supe si segundo o tercer hijo de los catorce que tuvieron mi abuelo Pedro y mi abuela Victoria y que ella –de puro guapa nomás –se encargó de criar y encarrilar solita ante la prematura ausencia de su esposo.

Radicado desde joven en Coronel Pringles –donde se casó con Dora, una mujer paciente y bondadosa –mi tío trabajó hasta jubilarse en el almacén de ramos generales de una firma local muy prestigiosa, desempeñándose con honestidad e inteligencia como tenedor de libros y hombre de confianza del presidente de la compañía.

Conocido por todos en el pueblo, hombre de buen vivir, jovial, emprendedor, no faltaba una sola noche al Club Social, donde la mañana lo sorprendía invariablemente entreverado en cuanta mesa de póquer se formara.

Sus esporádicas visitas a La Plata, a mi casa, casi siempre originadas en motivos de salud, me permitían –durante las largas sobremesas –escucharlo, observarlo atentamente con mi cara hundida entre las muñecas quebradas hasta la exageración que mi flacura de entonces permitía, sin sacarle los ojos de encima, disfrutando sus cuentos ingeniosos e interminables, su decir campechano mechado de dichos pueblerinos, su estentórea voz, su sonora carcajada. Había en su figura muchas cosas que me atraían fuertemente y recuerdo como si fuera hoy sus anécdotas, sus historias, sus chistes, así como su impecable presencia, bien afeitado siempre, con la barbilla algo pronunciada y excavada de todos los Corró, su camisa inmaculada, de puños con gemelos y cuello almidonado, la corbata sujeta por un ostentoso pinche que remataba en una perla, sin faltar por supuesto el traje con su correspondiente chaleco.

 De sus cosas, la que más me llamaba la atención, sin embargo, era el reloj pulsera, un cronógrafo Ulysse Nardin con caja de oro, tres pequeñas esferas dentro de la esfera principal, los botones de la ampolleta, la corona y la malla igualmente de oro, esta última formada por dos arcos tipo esclavas que remataban en un broche con sus iniciales grabadas en elegante filigrana. Era –está claro –una pieza singular y de un valor económico importante, aunque ello se acrecentaba cuando mi tío –con indisimulado orgullo –confesaba su origen: se lo había regalado el pueblo de Coronel Pringles, sus chacareros, en reconocimiento a su efectiva labor para librarlos de una desastrosa plaga de tucuras que arrasaba sus sembrados. Era probablemente su única condecoración, pero muy importante y nunca dejaba de llevarlo con él.

Su estilo de vida y por sobre todas las cosas, su inveterado hábito tabáquico, que lo llevaba a fumar entre cuarenta y sesenta cigarrillos diarios, rubios, sin filtro, habían mellado su salud. En la década del cincuenta, tuvo que ser operado y se le sacó buena parte del estómago, como se estilaba en esa época, para tratar una rebelde úlcera péptica diagnosticada quince años atrás. Se recuperó y volvió a las andadas, trasnoche, café, muchos cigarrillos y alguna transgresión alimentaria. Las complicaciones fueron apareciendo lenta pero inexorablemente y para 1964 llegó una vez más, a La Plata, trasladado en ambulancia, en medio de una grave hemorragia digestiva que requirió de ingentes esfuerzos y varias transfusiones de sangre para poder equilibrar su deteriorada economía. Se encontró así –una vez más –bajo el bisturí experimentado y decidido de mi padre que le realizó una complicada operación –muy laboriosa –orientada a deshacer la anterior gastrectomía, resecar parte del estómago que aún quedaba, más un segmento del intestino delgado y colon, afectados por una úlcera gástrica sangrante que se perforaba en esas vísceras.

Los primeros días del post operatorio transcurrieron dentro de la habitualidad de aquellos tiempos, donde no existían las salas de terapia intensiva –tan populares hoy –y en las que todo el soporte vital de los pacientes críticos debía ser llevado a cabo por el cirujano interviniente. Por esa época –contaba yo catorce años –comenzó a afianzarse en mí la idea de estudiar medicina y enfrentarme algún día, armado de camisolín, guantes y barbijo, en épicas luchas con las enfermedades tributarias de la cirugía. Tal la visión que yo tenía en mi adolescencia de esa exigente actividad y la idolatría que me despertaba la figura de mi padre.

 A la semana de la operación aparecieron los primeros indicios –inequívocos –de que algo no andaba bien en la manoseada panza de mi tío. La distensión de su abdomen, los apósitos que cubrían la herida embebidos en un líquido amarronado de olor particular y penetrante, el desmejoramiento general, hablaban a las claras de la presencia de una temida fístula, comunicación anómala del intestino con el exterior producida por la perforación de su pared o la falla de alguna sutura, complicación gravísima que en más de la mitad de los casos terminaba con la vida del enfermo. Hoy en día, un paciente de estas características es asistido en una sala especial, con enfermería y médicos altamente entrenados y toda la tecnología imaginable en pos de procurar el mantenimiento de su medio interno, mediante la reposición adecuada de líquidos y sales, la alimentación endovenosa y la neutralización de las infecciones. Hace cuarenta años, solo las ganas de vivir de mi tío Antonio y la constante y permanente atención de mi viejo, corrigiendo y sosteniendo con la pericia que su pragmatismo le daba la comprometida situación, lograron lo que para todos era casi un milagro. Después de tres semanas inciertas, mi tío pudo comenzar a comer y al cabo de dos semanas más, abandonó el sanatorio y retornó a mi casa para continuar su recuperación bajo la atenta vigilancia de papá.

 Recuerdo con nitidez como se vivió este episodio en mi familia, la angustia de mamá y de mis tíos ante la gravedad del estado de su hermano, la preocupación permanente de mi padre, los comentarios y los pronósticos sombríos sobre lo que se presagiaba como un triste final. Es fácil adivinar cuanto y como influyó todo esto en mi vocación de médico, en mi decisión de hacerme cirujano, en el anhelo de alcanzar un día ese ansiado sitial, el que me parecía –por entonces –me cubriría con un manto de enorme omnipotencia.

Un momento dramático más debería sortear todavía mi tío Antonio. Una mañana temprano, cuando papá bajó a su dormitorio, lo encontró boqueando –desesperado –en un inútil esfuerzo por tragar algo de aire, los ojos muy abiertos, la facies intensamente azul denotando la poca oxigenación de su sangre y el alto contenido en ella de anhídrido carbónico. Ese día escuché por primera vez «edema agudo de pulmón», escueta frase que describe el fallo cardíaco agudo y la inminencia de una muerte inexorable a menos que se proceda de inmediato. La antigua “sangría blanca”, realizada mediante la ligadura de algunos de sus miembros con corbatas, más la acción de la morfina subcutánea, el viejo Cedilanid y un potente diurético inyectable, revirtieron rápidamente el cuadro, que se controló sin necesidad de otra asistencia, ni requirió de internación. Los largos años de guardia, primero en la Asistencia Pública y luego en el Policlínico San Martín, lo habían enfrentado mil veces a mi padre con episodios similares y una vez más conseguía salir airoso en esos trances.

La comida casera, el calor del hogar, los cuidados, apuraron el restablecimiento del convaleciente. Volvieron las charlas amenas en las largas sobremesas y llegó el día en que –con algunos kilos menos, pero retemplado y saludable –el tío Antonio se dispuso a volver a su Pringles querido.

Parado frente a su protector, que no dejaba de darle recomendaciones, además de papeles con indicaciones de dieta y medicamentos y notas varias para los médicos del pueblo, el inefable Antonio, ganándole a su debilidad, de pié, con una mano sobre el hombro de mi viejo, le largó:

 – Mirá Jack (sobrenombre por el que conocían a mi padre en la familia de mamá), vos sabés que si yo estoy vivo es por todo lo que hiciste y también conocés muy bien que no soy un hombre de fortuna, no me alcanzaría el dinero de toda mi vida para pagarte esto, por eso quiero que guardes lo más preciado que yo tengo, este reloj… .

 Acto seguido, se desprendió el Ulysse Nardin de su muñeca y lo depositó en la mano de papá que la cerró con fuerza y en silencio, apretando –con enorme emoción –esa singular demostración de gratitud. Un prolongado abrazo, seguido de una lenta caminata hasta la calle, marcó la despedida de los dos cuñados.

Hace apenas unos pocos días, mientras revolvía distraídamente en la mesa de luz de mi papá, intentando ordenar algunas de sus pertenencias, me encontré con el reloj de oro –parado por falta de cuerda –con signos que denotan el desgaste de los años y el aspecto de los objetos que han pasado de moda hace bastante tiempo. Tomarlo y recordar su historia me decidió a llevármelo conmigo, sintiendo que hoy tengo entre mis cosas algo que solo el tiempo dirá si está en el destino merecido, si soy yo el que debe recibir este testimonio de mi padre en la carrera de postas que a veces nos parece la vida.

Nota: Noam Chomsky se ha referido al «anillo ideológico» que envuelve o rodea a determinados objetos recibidos o heredados, expresando con ello una fuerte conexión de los mismos con lo intrínseco de quién lo recibe. Este relato ha sido publicado en “Pinceladas”, Ed. Dunken 2008 y “Diga 33…, crónicas y relatos médicos”, Ed. Dunken 2009.