Anoche me acosté temprano, no es que me estuviera cayendo de sueño, más vale todo lo contrario, salgo tarde de clases y con todos los faroles encendidos, como si fueran las cuatro de la tarde. A propósito de la facultad, comencé esta semana las cursadas y he notado que vacilo mucho a la hora de recordar un dato. Si de algo me he preciado siempre es de haber sido un tipo memorioso, pero bueno, los años se suman y todos los manuales lo dicen, lo primero que se pierde es el recuerdo de lo más reciente.
Pregúntenme qué día asumió Carlos Pellegrini o a los cuántos minutos fue el recordado gol de la Bruja Verón en Manchester para sacarnos Campeones del mundo, paraguazo al gordo Muñoz incluido y, les aseguro, soy muy capaz de sorprenderlos, pero… ¿cuál es el apellido del tipo que les dio hoy la clase?, ¡apa!, la cosa se complica.
El primer amago de preocupación me surgió cuando le comenté a Kiki que hoy tengo agendado un turno médico, con un psiquiatra, un tipo macanudo que me va encontrando apoyo farmacológico para estos temitas del sueño y los estados de ánimos. Es colega y acá, en La Plata, todavía no solemos cobrarnos las consultas.
“Pensaba comprarle unos vinos”
“¿No te cobra?”
“No, por supuesto, siempre me atiende en el último turno, es súper amable”
“¿No le llevaste ya algo en diciembre?”
“¡Qué lo parió!, sabés que no me acuerdo”
Seguimos charlando de bueyes perdidos en la cerrada penumbra del cuarto, semisentados, apoyadas nuestras espaldas sobre las almohadas. No recuerdo de que venía la cosa, mucho menos si habíamos agotado el tema, solo recuerdo que habían pasado largos segundos de silencio cuando se me ocurrió abrir la boca…
“Kiki, hermosa, … ¿qué era lo que venía ahora?, …¿la pastilla o el pucho?”
Levanteme de la cama al toque, sin esperar respuesta, cacé un broli de la mesa de luz, a la pasada, y largueme escaleras abajo lo más lejos posible.