“Yo quiero morir de mi propia muerte, no de la muerte de los médicos” Rilke

“Morte digna onora vita” Petrarca

En los meses que siguieron a mi graduación, alterné la concurrencia a un hospital de la provincia, en el área de Urología, con diferentes guardias generales cumplidas en distintos establecimientos privados del conurbano. Acompañaba, asimismo, a mi viejo, en la atención de su consultorio particular y le ayudaba en cuanta cirugía realizase, actividad que cumplía ya con intermitencias desde muchos años antes de ser médico. Era bastante obvio que papá depositaba en mí muchas expectativas y estimulaba mi crecimiento profesional de modo permanente; fue por esos días qué, ayudado por él, llevé a cabo mis primeras operaciones de vesícula, en pacientes que        –está claro– eran de su consulta.

Había realizado una carrera bastante prolongada y por demás atípica. Promediando la misma comencé a cursar muy irregularmente, con lo que entre otras cosas fui perdiendo compañeros de facultad y conociendo nuevos (llegué a estudiar, exactamente, con medio centenar). Me exigía en demasía de cara a los finales y eso provocaba que rindiera un examen muy a las perdidas, sucedía con frecuencia que habiendo llegado hasta la mesa examinadora no me presentara al llamado, desperdiciando de manera automática el turno. En ocasiones –me pasó con Anatomía, Dermatología o Enfermedades Infecciosas– alguien salía a buscarme desde adentro, u otro me empujaba, o sucedía que al escuchar los relatos de los que iban siendo examinados y comprobar que yo conocía bien los temas, cobraba el coraje suficiente y entonces me sentaba a rendir -pura suficiencia- transformando la angustia de una “borrada” en un nueve o diez más en mi libreta. Hace sólo unos pocos años que pude comprender que estas dificultades, mas allá de emparentarse con mi personalidad, tenían también mucho que ver con la posible ausencia de una verdadera vocación médica, o para ser más preciso, con la certidumbre de no haber elegido libremente –por dificultades propias–  la que habría de ser mi profesión. Recién en el año 2004 –después de horas de análisis con mi terapeuta– pude entender que probablemente estudié medicina por un tan inconsciente como involuntario tributo al inmenso amor y la admiración que tenía por mi padre. En junio de ese año mi viejo falleció y poco tiempo después, abandoné la cirugía.

Retomando el relato, en esos tiempos, papá derivaba en mí la atención domiciliaria que –de tanto en tanto– le era solicitada. Se trataba siempre de pacientes a los que él conocía desde hacía muchos años y su requerimiento venía acompañado de información precisa y bien fundamentada en los antecedentes, lo que simplificaba mucho mi tarea.

Llegué así, una tarde de mayo, hasta la casa de don Sebastián. El paciente, con noventa y tres años sobre sus espaldas, era un viejito descarnado que pasaba la mayor parte del día en su cama, la que sólo abandonaba –con ayuda– para sentarse en un sillón, por unas horas, y distraerse mirando por la ventana, mientras disfrutaba las tibiezas del sol.

Era en extremo delgado, de piel blanquísima, y aparentaba carecer ya de la más mínima energía, sólo se expresaba con monosílabos respondiendo a requerimientos muy primarios. Su esposa, su viejita, era su celadora, lo cuidaba y mimaba en forma permanente: menuda y bastante añosa, conservaba toda la polenta y estaba presta en todo lo que requiriera su amado Sebastián. Convivían –en la espaciosa casona del campo– con el mayor de sus hijos y su esposa, los nietos y bisnietos, dedicados casi todos –-como marca familiar– a las actividades de la quinta.

Todos los años, con los primeros fríos, el viejito reagudizaba sus problemas bronquiales. Papá, que más allá de su formación de cirujano, atendía a infinidad de pacientes con patologías clínicas, actuando eficazmente como médico de familia –cosa muy usual por esos tiempos– lo asistía a él y a todo su entorno desde hacía unos treinta años.

Allí estaba yo, ahora, frente a un anciano pálido y magro, casi transparente, con un catarro espeso que expectoraba con dificultad. Realicé una prolija anamnesis apoyándome en las respuestas que me acercaban, ya la viejita, ya unos de los hijos; continué con el examen físico metódico y reglado como lo enseñan los textos de semiología: inspección, palpación, percusión y auscultación que –sin obviar cabeza, cuello, abdomen y extremidades inferiores– se concentró en el tórax. Al concluir el mismo, comuniqué mi diagnóstico con seguridad, les anuncié algo así como: “episodio de bronquitis aguda en un enfermo bronquial crónico” (definición que conocíamos todos de antemano, por la repetición estacional del cuadro). Quedaban para el final, la prescripción y las indicaciones. Aquí –siendo consciente de que marcaba diferencias con mi viejo– hice hincapié en las medidas higiénico-dietéticas, en hidratarlo, priorizando además el apoyo kinésico con maniobras simples y caseras y el tratamiento medicamentoso mínimo e indispensable, orientado a lo sintomático. Intuía que esperaban los antibióticos que papá le recetaba casi de rutina y que, ante una tímida mención, yo descarté de plano, enunciando doctoralmente “modernas consideraciones fisiopatológicas e infectológicas”.

Cuando me estaba retirando, mientras me despedía de la familia en la entrada de la casa, desde mi auto, distante unos quince metros, Matías, mi primogénito, que para entonces contaba unos pocos añitos, no tuvo mejor ocurrencia que asomar medio cuerpo por la ventanilla y gritarme lleno de inocencia:

“¡Papá!, ¡papá!, ¿la carterita te la prestó el abuelo?”, haciendo alusión al maletín que, efectivamente, pertenecía a mi padre y servía para transportar en él recetarios, estetoscopio, sello, etc., dando a entender que ésa, para mí, era sin dudas una de mis primeras experiencias.

Pasé ese bochorno y pasaron también algunos días. En la siguiente visita a mi paciente, comprobé que el viejito no mejoraba demasiado y su esposa mostraba cierta ansiedad creciente: “su papá siempre le da antibióticos…” me repitió un par de veces. Después de examinarlo en profundidad, realicé pequeños cambios en mis indicaciones y quedé en volver a verlo pronto. Sobre el final de la consulta, la viejita que parecía ser quien llevaba la batuta, preguntó:

– Doctor, ¿puede mi Sebastian comer un sanguchito?

-¿Un sanguchito de qué…?

-De jamón, doctor…, a él le gusta mucho el jamón…pero su papá no lo deja…, por la presión, ¿vio?

-Pero sí señora, hágale un sanguchito como a él le gusta, ¿Qué problema puede haber en que se coma uno por día? –don Sebastian asentía contento.

No era que desconociera los argumentos que esgrimía papá, con razonables fundamentos médicos, sino que yo ya tenía muy en claro privilegiar la calidad de vida por sobre su extensión. ¿Valía la pena quitarle esa pequeña alegría al paciente?

La tercera visita a la casa del campo fue precedida por el llamado de una de las nietas:

“Doctor, el nono no anda bien…, nada bien…, queremos que venga a verlo, si es posible hoy mismo, ah… y nos gustaría que lo viera su padre…, ¿podría venir con él?” –agregó, marcándome la cancha.

Era un domingo a la tarde y armamos con mi viejo una junta médica alrededor de la cama del enfermo. Papá, canchero, reacomodó las cosas, aparecieron para tranquilidad de la familia los consabidos antibióticos, aunque nada se dijo de la cuotita diaria de jamón.

Don Sebastian, al principio, pareció repuntar, pero al cabo de una semana estable, los síntomas se reagudizaron y su estado de salud entró en un declive peligroso. Se generó entonces una nueva controversia: la familia, por sobre todos la viejita, insinuaba con insistencia la posibilidad de internarlo, cosa con la que yo no coincidía para nada en pos de evitar cualquier encarnizamiento terapéutico. Hoy puedo comprender la angustia de la esposa y su postura de pelear por vencer a la muerte a cualquier precio, después de una existencia tan larga recorrida en pareja –-como la que ellos seguramente habían disfrutado–-, el amor por el otro y la lucha por la propia vida debían de confundirse en un solo instinto. Superado por la situación, falto de la presencia y el temperamento que vienen con los años, cedí finalmente y decidí –con resignación– el traslado a nuestro sanatorio. Después de un corto viaje, la ambulancia depositó al enfermo en Terapia Intensiva.

Ingresé a la sala con las primeras sombras de la noche, precisamente en el momento en que don Sebastián entraba en paro cardiorrespiratorio, sólo unas horas después de haber llegado, el personal –de manera refleja– desplegó su rutina para las maniobras habituales de resucitación, las que abandonaron sin demora al advertir que yo –recién entrado– exigía una postura más natural frente a la muerte y no aprobaba en absoluto excesos en el tratamiento del paciente. Grande –no obstante– fue la tristeza que me produjo que el anciano terminara sus días de esa forma, solo en una cama de hospital, desorientado, ignorando si era de día o de noche, rodeado de desconocidos, sin la familia que le brindara una caricia, una palabra dulce, una mirada tierna.

Manejé mi auto hasta la quinta, bastante alejada del centro de La Plata, reflexionaba y repasaba todo lo acontecido, calculando cual sería la mejor forma de comunicarlo. Era mi primera vez y sólo tenía muy presente que debía ser yo, en persona, el que asumiera la responsabilidad de hablar con la familia.

No fue necesario que tocara el timbre de la casa, porque los perros alertaron rápido de mi ingreso a la finca. El mayor de los hijos salió a mi encuentro y apenas comencé a hablarle, parados ambos en la puerta de entrada, apareció detrás de él la viejita que, al verme, sin esperar siquiera escuchar algo, tuvo la certeza de que su marido había fallecido. Fue un momento muy bravo, la pobre comenzó a llorar con desconsuelo y a lamentarse en voz muy alta, con desesperación. Soportando con estoicismo la incomodidad, saludé, me despidieron con respeto y me volví a mi casa muy, muy apenado.

Han pasado muchísimos años y al recordar esta historia siento que no estaba equivocado y que, si bien me tocó a mí asistir a don Sebastian en su última bronquitis, pecando seguramente por inexperiencia, su final, lejos de ser un fracaso de la medicina, fue el intento de que una muerte digna honrara su vida.