“Los viejos tienen menos enfermedades que los jóvenes, pero las que tienen no los abandonan nunca” Hipócrates

Con criterio biológico, se considera cuarta edad, a la que va de los 75 a 85 años, y quinta a la que continúa. Desde el punto de vista de la construcción social, “viejo”, es lo que se desecha, “anciano” lo que se guarda. Como dice Paco Maglio: “se empieza a ser viejo cuando se pierden tres capacidades: amar, sonreír y asombrarse. Por eso hay “jóvenes viejos”. En cambio, se empieza a ser anciano cuando aparece la sabiduría: se tiene la capacidad de reflexionar sobre el sentido de la vida y se asume la experiencia de lo vivido para encontrar un nuevo sentido y desarrollar nuevos proyectos.” *

El envejecimiento es un proceso deletéreo, progresivo, intrínseco y universal que acontece en todo ser vivo con el paso del tiempo, como expresión de la interacción entre el programa genético del individuo y su medio ambiente.

Con amplias variaciones en lo individual, el deterioro físico suele manifestarse en los viejitos por dificultades crecientes en su movilidad, lo que los va acotando en sus desplazamientos, o por el detrimento marcado de sus funciones cerebrales, muy especialmente la memoria y los pensamientos abstractos, provocando con frecuencia situaciones verdaderamente tragicómicas.

Delia y Juan Pablo fueron dos de los mejores amigos de mis viejos a través de toda una vida. Ella se había conocido con mamá, a la que le llevaba algunos años, cuando aun eran las dos solteras, ejerciendo el magisterio en una pequeña ciudad del interior.

Desde que tengo uso de razón, el matrimonio vivía en La Plata, ocupando un coqueto y señorial departamento a metros de la plaza Moreno. Tuvieron un único hijo, Jorge, bastante mayor que nosotros, un tipo que, como ellos, era y es todo bondad, todo corrección. Eligió la carrera de las armas y llegó –después de una brillante carrera− a ser un alto oficial de nuestro ejército. Es, además, por añadidura, ingeniero militar.

La pareja venía muy seguido a casa y nosotros visitábamos la suya con asiduidad. Era corriente que nos reuniéramos también para las fiestas y compartiéramos un sinfín de reuniones familiares.

Ambos vivieron muchos años, mostrando en su vejez deficiencias físicas marcadas y absolutamente diferentes.

Juan Pablo, un hombre criado en el ambiente rural, era la viva imagen de la decencia, de la honestidad. De modales sencillos, gustaba como su mujer de las tertulias y siempre tenía innumerables temas de conversación. Los años le fueron sumando achaques osteoarticulares y terminó su vida lúcido, pero casi imposibilitado de moverse por sus propios medios.

Como contrapartida, Delia, su esposa, conservaba todo el dinamismo que siempre había exhibido, era también viejita, pero −siendo en extremo delgada− se desplazaba por el departamento como si tuviera zapatillas a pila. Su déficit estaba en su cabeza: había perdido –en los últimos años− toda la capacidad de recordar, sobre todo los hechos más recientes.

Jorge, vivía en la Capital y pasaba –por sus obligaciones −largas temporadas fuera de su ciudad o en el extranjero, de manera tal que papá, solidario como pocos, se dedicaba a visitar a los viejitos con frecuencia, atendiendo casi todas sus necesidades, médicas y no médicas: una vez por mes, era el encargado de pasarlos a buscar, llevarlos hasta el Banco y ocuparse de que cobrasen las jubilaciones respectivas. Sucedía algunas veces que, al regresar, Delia guardaba el dinero vaya a saber en qué lugar y el pobre Juan Pablo se volvía loco después tratando de adivinar dónde estaba la plata.  

Recuerdo de esos tiempos que mi viejo nos contó, entre sorprendido y preocupado que, en una de las tantas visitas, su desmemoriada amiga le había cebado mate con orégano, confundiéndolo con yerba; se le complicaba cada vez más a la pobre mantener un orden en la casa.

Y debe haber sido también por esos días que Delia recibió –como lo hacía habitualmente− la visita de su único hijo. Se adoraban y él intentaba       –aun en la distancia −procurarles el mayor de los cuidado a sus queridos viejos. Ella, solícita, amorosa como toda la vida, se deshacía en atenciones para su gran orgullo.

– ¿Jorgito, te preparo unos mates, o querés un café…?

– Bueno, si te parece, tomamos un café.

– ¿Cortadito…?

Sin esperar respuesta, conociéndolo como lo conocía, salió disparada para la cocina, mientras Jorge hojeaba el diario distraídamente. Regresó a los pocos minutos con la bandeja, los cafecitos humeantes, la azucarera, las cucharitas de plata y las servilletas.

El hijo se acercó uno de los pocillos, le colocó el azúcar, revolvió en silencio y bebió el primer sorbo… ¡puaj! “Pero… ¿qué le pusiste, mamá?”

Se dirigió de inmediato a la cocina y tras un breve examen descubrió el motivo: sobre la mesada, aun abierto, un paquete de puré instantáneo revelaba el error.

– Mamá,… mamita, le pusiste puré en lugar de leche en polvo…, no importa…, no te aflijas, tenés que poner mucho más cuidado en la cocina    –trataba de no mortificarla −, por ahí lo que te convendría sería tener la leche bien a mano, quizás en algún recipiente que no te confunda… –se dirigía a ella con el mayor de los afectos, con toda la paciencia−, además ya no tendrías que tener muchos comestibles en la alacena, hacé que la señora se encargue, cuando les cocina, de ir guardando todo en su lugar…, dejate a mano sólo los elementos para el mate o como ahora, un café… −y siguió así un largo rato, desgranando todos sus consejos. Delia lo escuchaba atentamente, en silencio, mirándolo con extrema dulzura.

– Mirá, Jorgito –lo interrumpió por fin, sin dejar traslucir un solo indicio de preocupación −vos dirás lo que quieras, pero en esta casa, el café… ¡siempre se tomó con puré!  

* Maglio, Francisco (2008), La dignidad del otro, Buenos Aires, Libros del Zorzal