A Carmen y Antonio,mis entrañables abuelos gallegos

Alicia, la más aplicada de nosotros tres, me metió en este baile hace casi un año. No desconozco que contar con la ciudadanía de un país europeo puede significar una ventaja, mayor aun si consideramos que ésta se traslada a los hijos. Desde siempre me altera encarar cualquier tipo de trámite, me ahoga la posibilidad de no llegar a reunir los requisitos mínimos e indispensables. De no haber sido por la tarea tenaz y consecuente de mi querida hermana, jamás hubiese logrado lo exigido.

En febrero, seguí sus indicaciones. Gestioné vía Internet (un contribuyente decisivo en mi inestabilidad emocional) la cita consular. El turno resultante: martes 6 de septiembre, hora 11.18. Así de exacto, como si fuese la salida de un tren.

Dejé correr el año haciéndome el desentendido hasta hace poco más de dos meses en que recibí, de las manos de Alicia, la documentación reunida y presentada, acompañada de algunas recomendaciones.                                                                              

                   “Acá están todos los papeles. El trámite es muy organizado, hay que ser puntual y llevar las cosas ordenadas como yo te las doy. Tenés que presentar fotocopia de todos los originales que están en este sobre, del que sólo entregarás la partida de nacimiento de papá, el resto traételo como te lo dejé para que pueda utilizarlo Horacio”.

Poco tiempo después, me anotició que le habían otorgado la nacionalidad. Para los españoles ella es, de acuerdo con sus leyes, Alicia Pérez Corró. Se reivindica, de esa manera, el apellido de mamá.

“Te van a avisar por mail para confirmar la cita” -me anticipó hace unas semanas, con lo que despertó mis ansiedades, hasta ahora dormidas- “Mandan un instructivo para franquear la entrada, tenés que bajarlo e imprimir un código de barras”. Puta que lo parió, ya me agarra el cagazo, ¿llegará el correo?, ¿me habré anotado bien?

¿Les cuento? No recibí un mail, me llegaron de a dos y de a tres, cinco días antes de la fecha, con lo que ahí sí, consiguieron ponerme nervioso. ¿Puede ser tan pelotuda una persona? ¿Por qué habría de ser tan importante el trámite? ¿Qué es lo tan grandioso que me pierdo si algo no sale bien? No tengo respuestas para estas preguntas, pero muchas de estas últimas noches me desperté angustiado formulándomelas.

Prolegómenos

Con esos interrogantes dentro de la cabeza, subo a la autopista a las nueve de la mañana en punto, no vaya a ser cosa que se me haga tarde. Comencé el día muy temprano. Maldecía y renegaba conmigo mismo por no haber preparado todo como correspondía la noche anterior.

Tenía dentro de mi cabeza con qué ropas vestirme -un elegante sport al decir de los viejos-, algo adecuado para una cita importante. Calculaba de antemano mullidos alfombrados rojos y un funcionario de alta jerarquía esperándome cerca de la puerta.

Eran las nueve menos veinte y no podía encontrar el pantalón que quería ponerme en ninguna percha; puteaba contra la falta de luz natural que me dificultaba distinguir los colores, mientras revisaba todas las etiquetas, hasta que encontré, por fin, el que tanto buscaba. Me lo puse a los pedos y noté que me quedaba demasiado holgado, ¡inmenso! (adelgacé unos diez kilos en los últimos meses), pero ya estaba, me lo fruncí ajustándome bien el cinturón mientras pensaba: “me da más aire de gallego, pero el saco no me lo voy a desprender ni por joda y con eso me tapo”. Debe de haber sido en esos momentos que sentí un amago de espasmo, síntoma inconfundible del colon irritable. Me tomé una Buscapina que saqué apurado de un cajón del baño, y me metí en el bolsillo -por precaución nomás- un blíster de carbones del que también me mandé uno por si acaso.

A continuación, vino la lucha con el par de zapatos. Tenía decidido ponerme los del casamiento, del último, se sobreentiende. Con los primeros pasos noté que me resultaban incómodos, me hacían doler y parecía que se me salían, pero, obstinado, me lancé a buscar unas plantillas especiales que uso, lo que me demoró unos minutos más. Especulaba con que un trámite rápido y poca caminata no llegarían a sacarme ampollas. Un cólico mucho menos que leve y una duda inquietante hicieron que me mandara otra pastilla de carbón, en seco y casi a la pasada.

Volvamos a la autopista. Cerca de las 9.45 bajo en Entre Ríos y, a los pocos minutos, el GPS me informa que mi objetivo se encuentra a unas cuarenta cuadras. “Si me embotello, tiro el auto en cualquier lado y me voy a pie” razono tranquilo. Trato de despreocuparme y despejar los fantasmas del tránsito que acechan en todas las esquinas de la Capital.

Contra mi pesimismo, media hora después doy vueltas alrededor del Consulado, en busca de estacionamiento.

En el Pasadena

Camino una cuadra y, no sin cerciorarme antes de que esté en la esquina correcta, me meto en un bar y respiro aliviado al notar que tengo muchas mesas vacías a mi disposición. Ocupo la que me parece mejor ubicada, en una punta del local, cerca de la escalera que conduce a los baños y me pido un cortado acompañado de una medialuna. Falta una hora todavía para el turno que tengo asignado.

Soporto, desde hace un buen rato, una creciente urgencia miccional que me plantea, de manera automática, una cruel disyuntiva: “¿Subo con la carpeta (donde tengo ordenados en forma muy prolija los benditos papeles), la agenda y el diario bajo el brazo o los dejo solitos arriba de la mesa?”; “Si se me caen en el baño, por ahí se mojan todos, y si los dejo acá no vaya a ser que algún hijo de puta se los lleve”, pienso. Me decido por la segunda opción y subo a los saltos, de a dos escalones, mientras me encomiendo a los dioses.

Resuelvo lo más rápido que puedo mi necesidad y bajo de inmediato. Llegado a la mitad de la escalera, ansioso, me agacho y sigo casi en cuclillas; trato de anticiparme para chusmear la mesa y comprobar que nada ha sido sacado de su sitio. Es el preciso momento en que siento una desagradable sensación en la cara interna de mis muslos, producida por algunas tibias gotitas que, por mucho apuro y pocas sacudidas, han terminado en el pantalón.

Miro el reloj, me he puesto en la muñeca el más paquete y cajetilla de todos los que tengo, y calculo el momento de pagar y salir para el Consulado. Me quedan nada más que cincuenta minutos en los que volveré a mirar la hora no menos de cuarenta veces.

Despliego La Nación o, mejor dicho, su suplemento deportivo, la única parte del diario que he traído, sabedor de que no tendré la paciencia de internarme en columnas ni editoriales muy sesudas. Esta noche juega el Pincha su chance en la Sudamericana, repaso la formación que aparece en el diario, revuelvo mi cortado y caigo en la cuenta de que todavía no le eché el azúcar, ¿qué mierda me pasa?, ¿por qué estoy tan nervioso? Siento de nuevo pinchazos en el medio del vientre, me mando otra Buscapina acompañada por las dudas por otro carboncito. ¿Y si me tomo medio Rivotril? Por ahí me tranquiliza y sueño no me va a agarrar, con la pila que tengo, ma sí, yo me lo mando.

Cierro el diario, miro por enésima vez el maldito reloj y agarro la carpeta. Tengo bien separados, por un lado, los originales, dentro de una bolsa plástica amarilla, por el otro, todas las fotocopias precedidas de una hojita con el detalle de los documentos, en el orden en que me serán pedidos; vuelvo a repasarlos (es la cuarta o quinta vez que lo hago en el día) y me concentro ahora en la famosa “HOJA DECLARATORIA DE DATOS”, planilla que, al seguir las instrucciones recibidas ayer, he bajado de Internet y he completado de manera parcial y con dificultad.

Para empezar “DATOS DEL NACIDO”, ¿a quién carajo se refieren? Supongo que debo de ser yo, pero, en ese caso, ¿qué debo consignar en los renglones de “primer apellido” y “segundo apellido”? Pasemos al segundo ítem, “DATOS DEL NACIMIENTO”, este es fácil hasta que llego a “Tomo”; “Página”; “Núm.”, revuelvo los papeles, separo mi partida y de estos tres datos, ni noticias; ¡cagamos!, me van a hacer volver, mejor lo dejo en blanco y me tiro el lance. Sigamos con el formulario: “MATRIMONIO DE LOS PADRES” tiene un primer renglón en blanco con un (6) que remite a INSTRUCCIONES. Leo con atención: “(6) Indicar Existe o No Existe”; ¡que complicados son estos gallegos! ¿A qué mierda aluden con “Existe” o “No Existe” ?, ¿al casamiento?, ¿a mis viejos?, ¿qué carajo le pongo? Con esta sí me cagan. Miro otra vez la hora. ¿No me habré olvidado la guita? Me palpo el bolsillo y respiro; busco las fotocopias de mis documentos y las reviso con minuciosidad, ¿alcanzarán las dos primeras hojas? Ya veo que estos hijos de puta me piden alguna otra de atrás… ¡Epa! ¿y esta manchita blanca en la cara que tiene el pasaporte?, ¡recontracagamos! Así, me lo rebotan. Sacudo la cabeza con resignación, mordisqueo mis labios, pero me tranquilizo, termino el café, pago y salgo a la calle, ya debe estar el Cónsul esperándome.

Carmen Maura examinadora

Primera decepción, y fuerte. No está ningún funcionario en la puerta. En su lugar, un tipo de seguridad, bastante ordinario, me indica que debo apagar el celular y me señala el detector de metales diciéndome que pase.

Camino unos pasos y advierto que adentro es un desbole y me vuelvo.

-Disculpe, para la nacio…

-Por allá, por allá, a la izquierda -contesta el muy grosero. Hace que me sienta un perfecto infeliz.

Me meto en el hall, entre decenas de personas. Exhibo con mi mano en alto el talón con código de barras; giro hacia un lado y hacia otro, hay colas por doquier y yo no sé donde carajo colocarme. Una veterana advierte que estoy a punto de llorar y me indica, sin que se lo pregunte, la máquina que debe expenderme el turno.

-Pase el talón por allí, esa le imprimirá el ticket para que lo atiendan.

Allá voy y salgo contento como un chico; me tocó el número 157. Guardo con cuidado el papelito en mi carpeta y camino, por intuición nomás, para otro salón muchísimo más grande y repleto de gente. Alguien me ha soplado al pasar que lo mío es en el primer piso, así que encuentro la escalera y subo con energía hasta toparme con el cartel dorado con grandes letras negras que dice: NOTARÍA.

-Perdón -le digo al último de la fila- ¿aquí es para la nacionalidad…?  

-Bueno, vea -con acento español- acá es por poderes, escrituras y esas cosas.

“Pelotudo de mierda”, me recrimino mientras bajo a los pedos, no vaya a ser que se me pase el turno, ¿qué carajo querías que fuera si decía NOTARÍA?

Estoy de nuevo en la planta baja y vuelvo al primer hall, desorientado como la gran puta, pero, un segundo antes de que empiece a implorar auxilio, veo otra escalera y allá voy. Ahora sí, entro a una salita angosta y más vale chicuela, con algunos asientos, gente sentada y parada y una tira de ocho ventanillas con vidrio de seguridad, micrófonos y todo el aspecto de las cajas bancarias.

Levanto la vista y, junto a NACIMIENTOS, veo el letrero luminoso con los turnos: van por el 81, tengo sólo 76 tramitadores por delante. Me acuerdo de mi hermana y la quiero matar.

Miro otra vez el reloj. Son ahora las 11.35 y parece que esto va para largo. Por fortuna se desocupa un asiento en la punta de fila y me zambullo; me arreglo la camisa, me paso la mano por el pelo, levanto con un pellizco las piernas de mis pantalones para evitar las rodilleras y respiro aliviado; eso sí, el saco no me lo pienso desprender.

Advierto que estoy sentado frente a la ventanilla 1, aunque también puedo ver lo que pasa en la 2. En la primera atiende una señora muy pero muy parecida a Carmen Maura, a la actual, la de sus últimas películas, aunque un poco más gorda. No alcanzo a escuchar qué es lo que dice, ni qué es lo que le pide a una pareja a la que atiende; por sus gestos y los de sus interlocutores creo adivinar que les falta un papel o algo por el estilo. En un momento, el hombre se retira con un sobre de color madera y la mujer que lo acompaña se queda esperándolo junto a la ventanilla. ¿Qué pasa?, ¿por qué no se corre y llaman al que sigue?

Después de unos minutos, reaparece el tipo, trae el sobre y unos papeles en la mano, parece que salió a fotocopiarlos y se reinicia el trámite y el diálogo del que no entiendo nada.

El indicador titila ahora en el número 89 y ya llevo ahí, sentado, una poco más de media hora. Es lo más parecido a una mesa de examen que se pueda encontrar, pienso, y la comparación no me gratifica para nada, más vale me tensiona, me angustia acordarme de esos momentos míos en la facultad.

Les llega el turno a dos minas y es una sola la que habla. Carmen las recaga a pedos, puta que había tenido pocas pulgas esta chica Almodóvar.

-Son hermanas -me aclara mi vecino- es la cuarta vez que vienen estas veteranas, son unas pelotudas…siempre les falta algo.

Siento que se me frunce todo, pero lo disimulo.

– ¿Qué número tenés, flaco?

-El 157.

-Yo tengo el 170 -me consuela el tipo.

– ¡Qué quilombo que es esto! Para qué mierda citan tanta gente, yo me quiero matar.

Me mira de costado, levanta las cejas y los hombros, parece que conoce el paño o, al menos, está mucho más adaptado.

El puto cartel parece congelado. Se clava en un número y pasan minutos y minutos sin que salte al siguiente. Me agarra la modorra, sostengo mi cabeza con la mano derecha y el codo apoyado sobre la rodilla, cierro los ojos y trato de dejar la mente en blanco, me aferro fuerte a los papeles y siento que la vejiga comienza a mandarme mensajes. Aguanto lo que sea, pero la silla no la dejo ni loco.

Entreabro los ojos y Carmen sigue ahí, ahora sus víctimas son un viejo y la hija: él debe ser nacido en España, habla hasta por los codos mientra la piba saca un papel tras otro. ¡Pero cuántas fotocopias trajo!, seguro que me falta alguna, ¡me levanto y me voy!

Vuelvo a entrar en un sopor, sueño que me paro en el asiento, me enrosco con un micrófono imaginario e imito a Leonardo Favio; en un tono llorón y lastimoso canturreo: “…Que otra vez será… que otra vez será…” ante la mirada incrédula de todos los presentes. Pero no, reacciono y sigo allí, clavado, suplicante y dándome vuelta como una media cada vez que bostezo. Ahora me cuesta dormirme porque ya me estoy meando. ¿Para qué diablos me habré tomado ese café?

Enfoco mi vista hacia el letrero luminoso: acaba de aparecer el 134 y calculo que llevo sentado, sin moverme, casi, casi, dos horas. Me abandono a mi suerte, lo he decidido, ya no me importa demasiado si aprobaré el trámite o deberé volver a completarlo. Estoy, a esta altura, jugado, igual que cuando rendía una materia.

Sin embargo, de manera insólita, los números ahora se han detenido por completo. Pasan quince minutos y no registran ningún cambio. Pasa otra media hora y ni mus de moverse. ¿Se habrán rajado a almorzar todos los que atendían? No, Carmen Maura sigue ahí y caga a pedos gente, pero los números hace una hora ya que están clavados. Me indigno, me revelo, me sale el energúmeno que se escondía bajo el circunspecto, me incorporo de un salto, saco un poncho celeste y blanco de la nada, me lo pongo en el hombro y de una forma que ni el mismísimo Roberto Rimoldi Fraga habría podido superar, comienzo a recitar a voz en cuello, en un alarido interminable, “La Trova”, aquellos versos ardientes de Carlos Guido y Spano: “¡argentino!…  ¡argentino!… ¡argentino hasta la muerte!”. Dos guardias de seguridad del Consulado me han cargado y me arrastran llevándome por las axilas, ¡argentino!”, grito desafiante mientras siento que los tipos me toman de los hombros y me zamarrean.

– ¡Eh, flaco!, el 157, tu número. -Alcanzo a escuchar a mi vecino que me sacude el brazo.

– ¿Cómo…?, ah, sí, gracias, gracias -le digo mientras me incorporo, todo entumecido. Carmen Maura me mira y me sonríe invitándome. Acomodo mi ropa y avanzo.

La cosa va muy rápido. Casi como por un tubo paso uno a uno los papeles por la ventanilla. Alicia es una fiera, no se le ha escapado un solo detalle. Carmen es un caramelito, me entrega dos planillas, me hace firmar en varios lados y me despide: “A partir del 4 de enero puede pasar a retirar la certificación literal de nacimiento” ¡Que lo parió estos españoles! Tantas palabras para decir partida.  Igual que en los exámenes, como hace tantos años, después de sufrir como un cochino en la previa, me retiro agrandado y feliz de la vida.

Han pasado muy pocos días de este acontecimiento y a pesar de que todavía me dura el estreñimiento medicamentoso, no puedo dejar de pensar en el momento emotivo que tengo por delante.

Lo dicen muy clarito los papeles que me ha entregado el Consulado: “A partir del cuarto día del año 2012”, podré exhibir, orgulloso, mi otra ciudadanía, la española. De acuerdo con el artículo 15 del Código Civil, he optado además por laVecindad Civil Gallegay por si esto fuera poco deberéprestar juramento o promesa de fidelidad al Rey y de obediencia a la Constitución y a las leyes españolas”.

¿Qué tal, Juan Carlitos? No tenés la menor idea del súbdito que acaban de incorporar a la Corona.