El desayuno tardío en el bufé del subsuelo me sabe como nunca a gloria. Nada raro, tampoco caprichoso, más común imposible, un vulgar café con leche en tasa blanca de losa y un par de medialunas dulces. Sucede que cuando solo han transcurrido veinte minutos desde que volví de la anestesia y después de casi veinticuatro horas sin ingerir un sólido, eso y corretear alegremente por el paraíso son cosas, para mí, bastante emparentadas. No voy a exagerar diciendo que me hizo recordar a cuando Ari y Jackie Onassis vinieron a cenar conmigo en Maxim′s de Paris, pero…

Pasé una noche no de las mejores. La cefalea periódica que me persigue desde hace muchos años se me instaló apenas cayó el sol y cuando ya había avanzado un largo trecho con toda la liturgia de la preparación. Los músculos de la nuca, duros como un garrote, apenas me permitieron dormitar. Aprehensión pre endoscopía -algo a lo que pocos pueden escaparle- y malhumor y falta de paciencia -características de las que no carezco- hicieron el combo perfecto para que Kiki no tuviera su mañana más fácil.

– ¿Por qué te fuiste al medio de la calle? Le vamos a hacer mierda el auto al vecino – mi primer comentario camino al hospital.

– ¡¡¡Gordo!!!, hace cincuenta y nueve años que manejo…y veinte que saco el auto todos los días de la cochera para ir a trabajar.

– ¡¡¡Tenías que doblar ahí, tenemos que ir por siete hasta treinta y cinco!!! – mi segunda intervención al cruzar la avenida. Quizás algo vehemente, hay que reconocerlo.

– ¡Voy por ocho! ¡lo llevé seis años al colegio a Juli! ¡Dejame que vaya por donde se me antoja! La contestación tampoco podría inscribirse entre las más amables.

– ¿Qué parte del derecho te perdiste?, ¿esa que prescribe estar siempre del lado del más débil, del más desprotegido? – me animo casi en un susurro, inaudible, musitado entre dientes, por temor al sopapo.

Unos minutos apenas han pasado para convertirme en un mísero ovillo malamente exhibido sobre una fría camilla de hospital.  Conservo solo un par de zoquetes de algodón mientras un minúsculo camisolín disimula, con muchísima dificultad, mi humanidad desnuda. Colocación de vía endovenosa, preguntas de rutina del anestesiólogo y preparación de la medicación suceden a la velocidad del rayo. Yo permanezco ahí, quietito, expuesto, tan indefenso como atribulado. Una asistente alta, rubia, simpática y amable, bastante mona aunque mucho más distante de lo que yo encontraría deseable, mantiene custodiada toda mi retaguardia.

Es la tercera endoscopía programada a la que me someto y, más allá de alguna cirugía en los últimos años, no podría dar cátedra sobre qué nos sucede, qué soñamos o si acaso se nos presentan ensoñaciones mientras duran los procedimientos y nuestro sistema nervioso está bloqueado por algunos fármacos. En un instante que no podría precisar se hace la oscuridad.

Pasado un intervalo breve yo sigo ahí, acurrucado, en el mejor y más placentero de los mundos, recostado sobre mi lado izquierdo. Es el momento en que una angustia cruel comienza a despertarme, me zamarrea, me deposita de vuelta en el planeta Tierra: “¡Putaqueloparió! me quedé dormido y me perdí el turno de la endoscopía” reacciono y siento una verdadera patada en medio del ombligo.

Entreabro apenas los ojos y alcanzo a percibir, de manera difusa, una figura femenina parada a mi lado.

– Apurate a vestirme antes que llegué mi mujer, debe estar por caer y no sabés el carácter que tiene – atino a balbucear imaginando frente mío a la enfermera rubia.

Algunas magulladuras en el cuerpo, un ojo completamente negro que no alcanza para comprometerme la visión, alguna pieza dentaria menos y otras un poco flojas no opacan un ápice mi felicidad. He desafiado la aguda mirada de los endoscopios, los he superado y tengo por delante un lustro, al menos, con una preocupación menos para darle pasto a mi neurosis consetudinaria.

Rescato la breve comunicación del final con mi gastroenterólogo. Breve, concisa, más propia de un mecánico de automóviles, como le gusta a Kiki:

– Todo en orden Alberto, en unos minutos te llevás el informe.

– Ah, no puedo dejar de comentarte: “He visto culos más negros”.