a Fernando Di Luca,
hermano de la vida.
Ferchu es un muy buen amigo, un amigo de fierro, ya ni registro cuantos años hace que nos conocemos, para mí que de toda la vida. Un tipo incondicional, ¿qué digo un tipo?, ¡un tipazo! Es la primera persona en la que pensás no bien advertís que te has metido en un quilombo, el primer amigo a quien querés correr a contarle tu última alegría, de esos que uno lo ve y dice: “este es piola, muy piola”.
Es tranquilo, aunque apasionado, es impulsivo, pero ¡guarda!, si entrecierra los ojitos y hace una pausa antes de hablarte, es mejor que te sientes, porque seguro te va a largar algo sesudo.
No hacía mucho que yo había festejado mis setenta, nada muy especial más allá de que dejaron de señalarme como el sesentón, ahora soy simplemente el septuagenario.
Estaba parado en el pasillo, entre la puerta del baño y la del dormitorio, fundido en un abrazo interminable con la Evelyn, mi noviecita de tan solo diecinueve años. Pulposa, tiernita, toda inocencia, pura ingenuidad. Se me nublada cada vez más la vista y debía esforzarme para mirar el aparatito que tenía en mi mano: las dos rayitas cobraban nitidez de momento en momento. Pobrecita –pensaba para mis adentros –debe estar asustada. No dejaba de estrecharla con fuerza, mientras sentía que bañaba su espalda desnuda con mis lágrimas. Yo estaba mareado, obnubilado, confundido, quería quedarme a vivir pegado junto a ese amor nuevito y quería rajar también al mismo tiempo, asomarme al balcón, gritarle a todos: “¿Qué tal este machito, eh?, ¿qué tal este machito?”.
Ferchu –pensé –tengo que llamarlo ya a Ferchu, no, mejor me voy hasta la casa. A los diez minutos estaba con mi índice derecho soldado al portero eléctrico de su departamento y la mano izquierda impaciente que zamarreaba sin piedad el manijón de bronce de la puerta de calle.
–Pará que pongo la pava, nos tomamos unos mates y me contás –Me junaba de sobra y sabía que venía cargadito a desembucharle.
–No, qué mate ni mate, dejate de joder y sentate, no tenés ni idea en lo que estoy metido.
Ferchu titubeó, amagó arrancar para la cocina pero no, se tiró en el sillón enfrente de mí y se echó para atrás, dejó caer sus manos a los costados por encima de los apoyabrazos. Se quedó quieto y con los ojos muy abiertos, dándome a entender que era todo oídos. Hundió la pera en su pecho, me miraba por encima de los anteojitos.
–Te acordás que te comenté que salía con una pendeja…, sí, el bomboncito ese que conocí hace unos tres meses, la que labura de recepcionista en el gimnasio donde voy a rehabilitación…, sí, ese donde empecé a hacer los ejercicios después que me operaron la cadera…, ese, ese mismo –Ferchu no podía mechar más que algún monosílabo y acompañaba mi relato, movía para arriba y para abajo su cabeza, yo era un torrente de gestos y palabras.
–¿Cómo que no te acordabas que me operaron la cadera?, ¿me jodés?… sí, claro, que me fui de alta del sanatorio y me resbalé en la vereda, recién operado de la próstata, que vos me prestaste el papagayo… ahí está, ¿ves que la tenías?, bueno…
Se sacó los anteojos y limpió los cristales fregándolos con la remera entre el índice y el pulgar de su mano derecha, los alejó en dirección a la ventana, los miró al trasluz y volvió a calzárselos, lo conocía demasiado como para no saber que buscaba hacer tiempo.
–¿Y te acordás que el otro día cuando te llamé para pedirte un plomero te conté, a la pasada, que parecía que la negrita tenía un atraso? Ah, ¿te acordás no?
El gordo seguía mirándome fijo con sus dos ojos bien abiertos, asintió con sus gestos, pero se había quedado mudo.
–¿Te acordás o no te acordás? –Ferchu seguía con la boca cerrada –Bueno…, está embarazada. Le tiré la bomba rapidito y me quedé callado.
Ese machito que todos los tipos llevamos adentro saltaba con los puños apretados, eufórico, pateándome los fuelles y las tripas, tuve que contenerme mucho para impedir que el güiner que me corría alocado por el cuerpo no asomara a mi cara, no daba, yo soy un tipo respetuoso.
Ferchu seguía ahí, ahora inmóvil, el tiempo parecía haberse detenido. Por fin, tragó saliva, entrecerró sus ojos y …
–Tito, vos conocés el cuento ese del cazador que sale a buscar al león, ¿no?
–¿De qué carajo hablás? –le contesté y encogí los hombros mientras agitaba la mano con los dedos juntos hacia arriba delante de mi cara.
–De eso, del jovato, del viejo cazador que sale apurado de la casa y manotea el paraguas en lugar de llevar la escopeta, camina un rato por la selva y de golpe, entre los árboles, aparece un león; el viejo le apunta en medio de los ojos con el paraguas y ¡pumm!, dispara… ¿Qué pensás que pasó?
–¿Qué se yo?, mira las cosas que se te ocurren Ferchu, ¿qué se yo qué carajo pasó?, vengo a contarte el bolonqui en el que estoy metido y me salís con esta boludez…Si no estás bien, la cortamos acá, me voy a casa, vengo otro día y la seguimos.
Me miro impasible, volvió a entrecerrar sus ojos.
–El león cayó muerto…
–¿Eh?
–Lo que escuchaste, el león cayó muerto –me repitió pausado.
–¿El león cayó muerto?
–Sí, lo que escuchaste, el león cayó muerto.
–¡La puta madre que te re parió, Ferchu!… ¿a quién carajo le importa tu león?
–¿A quién carajo le importa mi león, Tito? –Una sonrisa apareció en su cara
Abrí los brazos, no me salía una palabra, estaba cada vez más desorientado.
–Alguien más disparó, Tito, alguien más disparó.

Nota: Este relato, reescrito en 2019, fue publicado en «Luz Magenta y otras historias», con ilustraciones de Néstor Martín, «Naki», Ed. Scotti 2016