Víctor fue uno de los trece hermanos que tuvo mamá, nunca supe bien en que orden de descendencia estaba, sí que era bastante mayor que ella, que llegó al mundo anteúltima, delante de mi tío Alberto. Mi homónimo, el más chico de los catorce a quién debo mi nombre, fue un tipo muy particular, difícil para el trato y más complicado que la tabla del nueve.

Todos debieron esforzarse muchísimo para encontrar su lugar en el mundo, regenteados en sus primeros años por la férrea disciplina de mi abuela Victoria. Las cinco mujeres lograron situaciones familiares, afectivas y laborales por demás estables; la mayoría de los nueve varones, por el contrario y salvo una excepción, supieron de encuentros y desencuentros, matrimonios dispares, parejas conflictivas, separaciones y divorcios. Entre los tres mayores, todos nacidos cuando aún quedaban unos cuantos años del siglo diecinueve, uno cayó en la guerra del Chaco paraguayo y otro –comerciante– terminó asesinado mientras dormía una siesta en Clorinda, apuñalado por un empleado infiel. Crudas circunstancias que los llevaron –con frecuencia– a trasladarse por diferentes lugares del país a lo largo de muchísimos años.

Ese fue el caso de Víctor, un perfecto arquetipo de los Corró: Alto, muy delgado, siempre vestido con toda corrección, elegante, seductor, de cara afilada y anteojos permanentes con grueso marco oscuro. Como el resto de sus hermanos, estaba dotado de una gran inteligencia y era poseedor de una vasta cultura general, rasgo admirable si se tienen en cuenta las dificultades que debieron atravesar en su niñez. Pertenecía –como toda su familia– a la clase de personas que no paran nunca de leer, se mantenía informado de todo lo que aconteciera en el mundo. Escucharlo contar sus historias cuando eramos chicos y quedar hipnotizados por su magnetismo fueron la misma cosa, era como alguien venido de otro tiempo, como un presente que nos ofrecía el pasado antes de evaporarse. Él y sus hermanos hicieron muchísimo, quizás sin ser conscientes, para mantener muy abiertos en nosotros –desde entonces– los ojos de la mente.

Dejamos de verlo durante muchos años, vivía en la provincia de Córdoba. A principios de los ochenta apareció por casa. Su pareja –le contó en esos días a mamá– ya no le resultaba muy satisfactoria y había elegido –trotamundos al fin– pasar el resto de sus días en La Plata, cerca de los pocos hermanos que aún quedaban vivos. Para entonces nosotros estábamos saliendo de la adolescencia. Recaló en un pensionado y comenzó a visitarnos con bastante frecuencia.

La cosa pareció funcionar por un tiempo,  pero el pobre –cargaba con algo más de ochenta años sobre sus espaldas– no pudo soportar la soledad que lo agobiaba y que no lograba amortiguar a despecho del afecto familiar con que se lo abrigaba. A las pocas semanas de llegar ya estaba pensando en rehacer las valijas.

Muchas veces he reflexionado sobre su personalidad y sobre las características de algunos de los varones de esa familia, la del lado de mamá, tan impetuosos como apasionados en sus vidas y tan proclives a dejar aquello que –en apariencia– considerasen mas valioso, llámese mujer, hijos, trabajo u hogar, para recomenzar todo desde cero.

Pienso que no ha de haber sido ajeno a esa tipología que su propio padre –el abuelo Pedro– haya desaparecido –de manera abrupta– de la vida de mi abuela Victoria. Nunca supe ni sabré –esas cosas no se hablaban en casa– qué fue lo que pasó: Si abandonó este mundo por propia voluntad o solo se perdió por otros caminos que lo llevaron lejos. Una vida y una manera de enfocar las cosas diametralmente opuesta a la de la familia de mi padre y por añadidura a la de los suyos, de sólidas raíces gallegas, fuertemente conservadora de los lazos y las tradiciones familiares.

Cuánto de cada una anidan dentro de mí y de mis hermanos es algo que no ha dejado de intrigarme. Puedo reconocerme en mil gestos y actitudes heredados de mi viejo, pero no me son extrañas, en absoluto,  un sinfín de historias entrelazadas con el barajar y dar de nuevo, con separaciones fruto de la ruptura de vínculos muy establecidos o con el surgimiento de nuevos amores.

Retomando el relato, llegó para mi tío el momento de volverse a Córdoba y mamá decidió que nosotros lo llevaríamos hasta la estación. Viajamos una tarde hasta Retiro, en el Renault 12 de mi viejo. Horacio al volante y Víctor a su lado, como correspondía. Mamá y yo en el asiento de atrás.

El viaje transcurrió en silencio, no hubo casi conversación entre los dos hermanos. Mamá porque –consciente de que probablemente no volviese a verlo– se había sumergido en su tristeza y él porque además de compartir, con seguridad, los mismos sentimientos, arrastraba ya para ese entonces una sordera casi total que ni el uso de un audífono bastante aparatoso podía remediar.

Llegados a la terminal, ya estacionados, Horacio fue hacia el baúl en procura de bajar las valijas mientras mi tío, de pie, intentaba –coqueto como siempre– acomodar un tanto su ropaje. En esos menesteres se encontraba, cuando después de haber rescatado del bolsillo interior de su Perramus el billete de tren, se aferró con su mano izquierda –fortaleciendo su débil equilibrio– del parante divisorio de las puertas del auto que todavía permanecían abiertas.

Fue precisamente ahí, que mamá, envuelta en su melancolía, distraída, sumida en la congoja, cerró con violencia una de las traseras.

– Grrrrrrr…Ughhhhhhhh… – Víctor solo emitía sonidos guturales.

– Grrrrrr… – la sonrosada cara de mi tío se iba tiñendo de un violeta subido.

A punto de desplomarse, ahogado e incapaz de gritar después de segundos de indecible sufrimiento y al mismo tiempo que tanto Horacio como yo, conscientes de lo que sucedía, procurábamos librarlo del terrible tormento, mi vieja, con inocencia angelical, la mirada perdida y totalmente compungida ante los gemidos de su hermano, soltó:

– Pobre Víctor, esta despedida le debe estar haciendo mucho mal… ¡Qué emocionado está el pobrecito!

Fue la última vez que lo vimos, ya nunca más volvió a visitarnos y nos enteramos que murió unos meses después. Todavía recordamos su elegante figura, a pesar de sus años, saludándonos desde la ventanilla del trén con un suave movimiento de su mano derecha, mientras protegía la izquierda inmovilizándola contra su pecho, dolorida, maltrecha y con los dedos envueltos en un pañuelo, aunque –por suerte– sin ninguna fractura.