para mamá y papá,

                                 que nos armaron con todas las herramientas para ser felices

                                           para Alicia y Horacio, insuperables custodios de estos

                                                 dulces recuerdos que guardamos dentro del corazón

Lunes 24 de febrero de 1941. Fue, con toda probabilidad, una noche tan calurosa como hoy, noche de baile, de bullicio, noche de alegría, noche de carnaval.

Ella, dueña de una hermosa melena de color castaño, muy delgada y tan coqueta que podría decirse que era casi obsesiva, apenas escondida detrás de un antifaz. No resultaba difícil adivinar sus ganas de divertirse y por qué no, de conocer a alguien que alegrara sus días.

Él, estudiante de quinto año de medicina, portador de una dolencia que le suponía en esos tiempos no solo enfrentarse a un gran riesgo de vida, también al estigma más o menos maldito de ser tuberculoso. No se conocía aún  –por los años cuarenta– droga alguna con la que fuera posible hacerle frente a esa temida enfermedad.

Escapado del viejo hospital San Martín donde pasaba sus horas internado, metido dentro de sus mejores pilchas y recostando su generosa humanidad sobre una de las paredes del club Universitario, El Gordo –así solían llamarlo muchos de sus amigos– parecía ajeno a la jarana de la milonga que todo lo inundaba. Los pasos de una flaca, con ojos muy vivaces, chispeantes, que cruzaron un instante los suyos, sacudieron su aparente letargo.

Con seguridad su regreso ha de haber consumido apenas unos breves minutos, aquellos necesarios para retocar algo del maquillaje. La música sonaba cada vez más fuerte e invitaba a moverse.

–¿Bailamos? –propuso, atrevida, mientras le cruzaba en la cara una pluma, agitada en su mano.

–No puedo –balbuceó él, sorprendido, quizás incómodo y casi con vergüenza.

­–No puedo –insistió contrariado –estoy un poco enfermo –dicho esto en un tono muy bajo, en un susurro que el bochinche del ambiente tornaba por poco en inaudible. Sus más de cien kilos y una melena engominada, tupida y renegrida, no parecían otorgarles demasiado crédito a esas pocas palabras. 

–¿Enfermo? –respondió ella sonriente, enarcando las cejas.

–Andá, dale, si vos vendés salud, no me vas a decir ahora que estás tuberculoso…

Ha pasado tantísimo tiempo desde aquella noche, desde el mágico juego de esa pluma traviesa con la que comenzó todo, para ellos y también para nosotros tres y los que nos siguieron. Me encanta imaginar que este relato breve pasó por sus cabezas al menos un instante y que, aunque difuso entonces, impreciso o borroso, ellos hayan podido disfrutar en esos momentos la certeza íntima de que, exactamente ochenta años después, sus hijos los recordarían con muchísimo orgullo, con muchísimo amor.