Sorpresas te da la vida

                                                                Para que Pinti sepa de la alegría con la que esperamos su llegada.

La vejiga lo despertó en medio de la noche. Venciendo la pereza se bajó de la cama y arrancó para el baño. Mientras se arrastraba por el corto pasillo inventarió – con rapidez – sus dolores, desde los huesos de los pies, que parecían quejarse por tener que llevarlo, hasta el cuero cabelludo que desafinaba a coro con sus maltrechas cervicales. Incorporó –como estrenos– una puntada en la zona lumbar derecha y una molestia en el hombro de ese mismo lado, nada nuevo y mucho menos que menos, alarmante.

Se dejó caer sobre el inodoro –le resultaban detestables los tipos que, dormidos, orinan salpicando para todas partes –mientras se escrudiñaba en el espejo. Sentía que se despabilaba y al observarse con detenimiento pensó que se encontraba a sí mismo bastante aceptable esa madrugada, enfundado en un nuevo pijama.

Regresó a la cama. Caminaba casi con soltura en la oscuridad, las tabas comenzaban a aflojarse y su cabeza, ahora más despierta, parecía negarse a reingresar por los misteriosos senderos del sueño.

Se metió lentamente entre las sábanas y se quedó quieto y pensativo. Evocó a su viejo y las recientes imágenes de la víspera en el cementerio de Miramar, la bóveda familiar, el reencuentro con tíos y primos entrañables, también con los amigos, algunos llegados desde lejos. Repasó la infinidad de personas que habían conocido y valorado a su padre, dueño de una vida tan rica como intensa y sus últimos tiempos, de un afligente deterioro. Eran flashes que saltaban de un recuerdo al otro y tuvo ganas de levantarse nuevamente, de sentarse a escribir en su computadora. Pero se quedó acostado, en calma y abrigado, estiró su brazo derecho acariciando con la punta de los dedos la cabeza de Kiki y con la musiquita suave y deliciosa de su mujer respirando muy cerca, se fue quedando poco a poco dormido.

Se levantaron tarde, sin apuros y sin horario ya para desayunar. Decidieron almorzar en Piazza, alentados por la cercanía, ubicándose en una mesita de la terraza de piedra frente al mar.

Estaban a mediados de junio, era un sábado espléndido, sin viento y con un cielo azul intenso que invitaba a disfrutar del aire. Potentes motos de estridentes escapes recorrían la costanera en ambas direcciones. En ocasiones, algunos de sus conductores las estacionaban sobre la vereda y ascendían hasta ocupar una mesa cerca de ellos, enfundados en costosos trajes de cuero negro con detalles de vivos coloridos.

Charlaba con Kiki –despaciosa y despreocupadamente –, se hablaban casi de costado, intercalaban prolongados silencios –la vista perdida en el horizonte – con sus sillas apuntadas al mar.

Estaba tranquilo como pocas veces, la absoluta convicción de que su viejo había sido protagonista de una vida fructífera e inmensamente generosa y la noción de sentirse personalmente saldado con su padre, hacían que no experimentase angustia ante una muerte tan previsible como oportuna. Lo tranquilizaba, sin dudas, el hecho de haberlos podido cuidar y proteger –también a su mamá –en sus últimos tiempos, de haberles devuelto – tan siquiera – una migaja de todo lo que ellos le habían brindado a lo largo de cincuenta años. Lejos del dolor, la certidumbre de esas existencias vividas en plenitud lo hacían sentir reconfortado.

Terminada la abundante ensalada, un americano cortado le sirvió como postre. Ella prefirió no tomar nada, no se sentía bien, “sigo con la panza muy revoltijeada, sabés”. Pagaron y después de discrepar –como ya era habitual –sobre el monto que debía dejarse de propina, bajaron la empinada escalera y llegaron abrazados hasta la vereda.

“¿Vamos hasta una farmacia?”, sugirió ella.

Estacionado en una esquina de la avenida Colón, mientras Kiki elegía entre las diferentes ofertas de Evatest, él –hojeando de manera distraída el diario–comenzó a reflexionar más detenidamente sobre lo que estaba aconteciendo. La posibilidad de su paternidad era algo que en los últimos tiempos había merecido alguna charla, pero un tan íntimo como infundado convencimiento de que eso no sería posible había evaporado el tema antes casi de que pudiera ser considerado. Repentinamente tomó conciencia de la situación: “no puede ser”, “es imposible», se repetía para sus adentros mientras conducía velozmente hacia el departamento. Kiki, muda, apretaba entre sus manos el envase. Él jamás había visto un artefacto semejante:  «el último embarazo fue hace más de veinte años» se justificaba, «esto debe ser algún despelote hormonal» precisaba de manera muy vaga. Intentaba neutralizar la ansiedad que los había ganado en forma repentina.

«A ver las instrucciones», dijo él –ansioso como de costumbre –mientras desgarraba apresurado el envoltorio de cartón. Repasaron las recomendaciones en voz alta y después de confirmarlas –tan temerosos estaban de arruinar la prueba –ella se fue hacia el baño mientras él se abandonaba en el sillón del living, retorciéndose las manos en impaciente espera.

“¡Pitu, fijate!”, casi le gritó ella, saliendo disparada para la cocina, como quién se aleja de una bomba a punto de explotar.

Corrió hacia el baño no pudiendo dar crédito a lo que veía, el bendito test mostraba una línea rojiza que crecía en intensidad segundo a segundo. No quedaba lugar para las dudas.

“¡Vamos a tener un pinti*!”, repetía ella emocionada frente a su perplejidad. Tuvo que pellizcarse para saber que no estaba soñando, antes de apretarla, en un abrazo interminable.

Fiel a su estilo un tanto adolescente, pasó rápidamente de la incredulidad a la desmesura. Descartaba las aptitudes receptivas de Kiki, pero sentía un deseo irrefrenable de asomarse al balcón y gritarle al mundo «¿qué tal este machito?, ¿eh?», «¿aprendieron, giles, como se embaraza una mujer?”. Y no era para menos, se sentía inmensamente orgulloso de ser capaz de concebir, pero mucho más lo estaba de afrontar a sus cincuenta y pico este desafío de tener un crío, de empezar otra vez, de seguir apostándole a la vida desde su optimismo.

Ya de vuelta en La Plata, no dejó amigo, conocido ni pariente sin anoticiar. Su nuevo estado de compartida gravidez lo estimulaba de manera muy fuerte, le hacía recuperar bríos para hacer frente, lleno de entusiasmo, a las dificultades propias de su actividad y de los tiempos que corrían.

Asistió como un primerizo a la consulta con el ginecólogo y acompañó también a Kiki a su primera ecografía. Qué maravilla, qué prodigio de tecnología el que les permitía observar un embrión de apenas ocho semanas, con su corazoncito latiendo en dos colores y los esbozos de sus piernitas y sus brazos. «Pensar que de Matías sólo vi una radiografía simple, quince minutos antes de nacer”, reflexionaba para sí.

Comenzó la natural ronda de los nombres posibles unida, de modo inexorable, a las elucubraciones sobre si sería nena o varón. Todo el mundo hizo conocer sus preferencias y sus desacuerdos, aparecieron tías postizas y llovieron las ofertas para el padrinazgo.

Pasaron algunas semanas y una mañana, de vuelta en Mar del Plata, se levantó muy temprano, como lo hacía habitualmente. Preparó sin prisa su café con leche que acompañó –pensativo –con unas rodajas de pan negro y queso descremado. A continuación, se dedicó con esmero a organizar el desayuno de ella y veinte minutos después ingresó en el cuarto en penumbras, cargando en la bandeja la taza humeante, el jugo de naranjas y las tostadas con la mermelada.

–¿Qué hora es? –preguntó Kiki sorprendida, con tono de rezongo. Incorporada en la cama, frotaba los nudillos en sus párpados.

Él, parado a sus pies y haciendo caso omiso de las protestas de ella, declamó en tono revelador y casi autoritario:  

–He estado pensando que este bebé, sea cual fuere el sexo, debería llevar dos nombres –afirmó convencido, sin dejarse intimidar por los ojos recién abiertos de Kiki que parecían fulminarlo.

–Este pinti –prosiguió, haciendo esfuerzos para disimular la risa –tendría que llamarse … ¡Milagro otoñal! … Ah, y además…  –dicho esto con tono solemne y ofendiendo casi el corazón tripero de ella –¡Esto es inapelable!… ¡Va a ser del pincha!

* Expresión con la que Kiki suele referirse indistintamente a mí, a nuestro perro Layo, a cualquier otro Schnauzer que aparezca y también –por lo visto –a nuestra descendencia.                                                

Nota: “triperos” y “pincharratas” es el mote con el que se conoce, desde siempre, a los equipos de fútbol de Gimnasia y Estudiantes de La Plata, respectivamente. Este relato fue publicado como “Dos nombres y del pincha” en Pinceladas, Ed. Dunken – 2008.