a la figura entrañable de mi viejo

                                   a la juventud esperanzadora de mis hijos

Miró el reloj automáticamente y decidió que era hora de largarse. Complacido, ordenó en forma ligera su escritorio, guardó las agendas en su portafolio, repasó con su mente para cerciorarse de que todo estaba en su lugar, descolgó el saco del perchero, se lo puso y se encaminó hacia el ascensor saludando a su paso a los pocos empleados que aún quedaban en la oficina.

Salió a la calle y recibió el aire seco y caluroso que parecía brotar desde el asfalto. Cruzó la avenida de Mayo y caminó por la angosta vereda de Piedras esquivando las baldosas desparejas y los pocos transeúntes cabizbajos que como él emprendían a esa hora el camino de regreso, cruzó la interminable playa de estacionamiento,  llegó a su auto y repitió con puntillosidad ritual cada uno de los gestos mínimos que a lo largo de esos últimos meses lo regocijaban: extendió su saco sobre el asiento trasero, se acomodó en su butaca, encendió el motor, abrochó su cinturón,  bajó las ventanillas, aflojó el nudo de su corbata, se desprendió el primer botón de la camisa abriéndole el cuello con los dedos índice y mayor de cada mano,  puso primera y avanzó con suavidad hacia la calle exhalando un largo suspiro de satisfacción.

               –o–

–¡Matías! ¡hey Matías! ¿en dónde estabas? –Matías levantó su cabeza y con gesto absolutamente distraído tomó el mate que Nacho le alcanzaba. Sus ojos adormilados tropezaron casi sin quererlo con el libro de farmacología abierto en el atril y mientras sorbía de manera lenta y en total silencio, sintió una rara sensación de inquietud, de extrañeza, como de salir sin desearlo de un sueño lejano de calles calurosas, autopistas veloces y oficinas públicas colmadas de expedientes. El texto abierto en el capítulo de los antiarrítmicos y los apuntes desparramados por el escritorio, junto a una gran cantidad de clasificaciones hechas en colores pegadas de manera muy prolija sobre las ventanas y las paredes del cuarto, lo retrotrajeron inexorablemente a la proximidad del examen tan temido.

–o–

El adormecimiento, esa persistente modorra que lo acompañaba siempre a poco de transitar por la autopista, lo sumergía en un mar de divagaciones confusas y desordenadas. Luchaba de manera infructuosa por despertarse, cuando el sonido de su celular lo sacudió, Atendió el teléfono intentando prolongar la conversación con su interlocutor, saltando de un tema a otro para despabilarse y pasó así la segunda estación del peaje, encarando más despierto el último tramo del camino.

–o–

El cirujano abrió las canillas y reguló tanto la temperatura del agua como su intensidad. Tomó un cepillo estéril de la palangana con alcohol iodado y comenzó despaciosamente con el cepillado, primero las puntas de los dedos con sus correspondientes uñas, uno por uno, las palmas y los dorsos de los mismos, de las manos, las muñecas y los antebrazos, con rítmicos movimientos circulares, en una ceremonia repetida una y otra vez, con una minuciosidad obsesiva que le ayudaba a reconcentrarse en su silencio. Casi sonrió recordando a su antiguo maestro cuando al pasar camino del quirófano, se detenía frente a un cantero de piedras buscando en su aridez la introspección necesaria para encarar la intervención. Colocó sus manos juntas y hacia arriba bajo la canilla y se enjuagó la espuma amarillenta dejando caer el agua por el extremo de sus codos.

Al recomenzar con el lavado, lo estimuló fantasear que quizás alguno de sus hijos –hoy jugando junto a su mamá –aprendería un día a su lado, los secretos de la cirugía. El país dejaba atrás un cruento golpe militar e iniciaba la segunda mitad del siglo con perspectivas promisorias para los profesionales de clase media independientes. Quizás, con un poco de suerte, en poco tiempo más estaría en condiciones de cambiar el viejo Ford 37 por un automóvil más moderno. Estos pensamientos le ayudaban a despejar los fantasmas que volaban dentro de su cabeza preocupándolo ante las acechanzas de la operación a realizar.

 Repitió el lavado y el enjuague, cerró la canilla con un preciso toque de su codo y manteniendo en alto sus miembros superiores, recorrió chorreando el frío pasillo que lo separaba de la sala, empujó con su espalda la doble puerta de vaivén y percibió el inconfundible aroma del éter llegando desde la cabecera de la mesa. Se paró frente a la instrumentadora que le alcanzó el camisolín ante la mirada de sus jóvenes ayudantes. Estos, ya vestidos y con los dedos entrecruzados sobre el pecho, lo aguardaban pacientes y silenciosos como aquellos que esperan en la misa su turno para comulgar.

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El sol se acercaba hacia el crepúsculo de un caluroso día de verano, sin viento, brillante y seco, con un cielo intensamente azul. La línea de columnas de alumbrado se extendía por delante, doblando hacia la izquierda, marcando con sus faroles las suaves ondulaciones del camino. Desde la radio, la voz del locutor entregaba las noticias de la media tarde.

Recordó, de improviso, la prueba que Matías rendiría en esos días y sintió –casi visceralmente –la aprehensión que le invadía a él mismo en aquellos momentos ya lejanos. Meditó cuanto de sí habitaría dentro de su hijo y su mente se transportó a su padre, anciano y desvalido hoy, pero tan fuerte y atractivo entonces, con tanta impronta en su vocación de médico, que tantos gestos y conductas le había transmitido en años de compartir sus cirugías. Se parecían, pensó, a esas muñecas rusas pintadas en madera, huecas, idénticas, aunque de diferentes tamaños que les permiten guardarse unas dentro de otras.

   En algunos minutos estaría en su casa y sobreponiéndose al cansancio, se cambiaría apresuradamente para llegar al club a última hora, a encontrarse con sus buenos amigos y jugar, con algunos de ellos, unos hoyos de golf casi a la carrera.

   Extendió su espalda, meneó su cabeza a uno y otro lado, elongó el cuello, soportando el desagradable crujido de sus cervicales, apretó los puños sobre el volante y hundiendo el pie en el acelerador se zambulló distendido en el último recodo de la ruta.     

      Nota: Este relato, reescrito en 2019, fue publicado en «Pinceladas», Ed. Dunken – 2008