“el hombre que dentre allí

                                                                                          deja ajuera la esperanza,

                                                                                         quien ha vivido encerrado

                                                                                              poco tiene que contar”.

                                                                                                            Martín Fierro

El mundo globalizado, la moderna sociedad líquida como la bautizó el intelectual polaco Zygmunt Bauman, parece deslizarse –gracias a la corona– hacia un tiempo viscoso. Vivimos una incertidumbre para la que no nos hemos preparado, desconocemos todo y un poco más de lo que habrá de sucedernos y a un año del comienzo de las horas oscuras el agobio, la angustia y cientos de fantasmas se corporizan y principian a tatuarnos la piel.

Si, además de ello, observo que nuestros vecinos reciben millones de vacunas mientras nuestro gobierno reparte las Sputnik con un changuito de supermercado –rascando miserables reservas del fondo de la olla– y no para de imprimir billetes que valen menos que un papel al viento, ¿de qué manera no sentir que nos han dado la gayola  en nuestra propia casa?

Nos dieron la domiciliaria” le machaco los sesos a Kiki.

 “No te tortures pensando esas negruras, estamos en casita, en nuestra propia jaula, comida casera y cama calentita. Y si tuvieras efectivamente una domiciliaria, ¿cuál sería el problema?, eso no implicaría más que un papeleo, lo arreglaríamos con cuatro renglones”. Ella trata de levantarme la moral, conoce mi pasado y mis antecedentes, busca protegerme y me apuntala por todos los güines.

No termina de entender –sin embargo– que soy un tipo moderno, un típico producto de estos tiempos de confusión y de pandemia. Ya no contamos la realidad a la manera en que lo hacíamos antes, hoy todo es un relato, “posverdad” que le dicen. Solo cuenta de qué manera uno se “autopercibe”, al menos eso nos lo repiten todos los que la saben lunga, los comentaristas argentos que se pavonean noche y día en la tele.

 ¿Qué quieren que les diga?, es cierto que mi casa no tiene ni el aspecto sombrío ni la humedad terrorífica de una celda de Villa Devoto, que las sábanas, si no llegan a king size, por lo menos son queen y no cuelgan siete metros anudadas a lo largo del muro como las que usó El gordo Valor la primavera del noventa y cuatro y que, aunque no exista ni una sola noche que pueda pasar a resguardo de estas pesadillas, al abrir los ojos, invariablemente, encuentro los atractivos y castaños de mi mujercita y no los más inquietantes de La Garza Sosa o El Pichón Laginestra1. Pero, al margen de eso y de todas las comodidades de un encierro VIP, cómo engañarme y negar que estoy encanutado, con las rayas pintadas en el cuero, engrilletado a mi destino, preso de mis emociones y mis frustraciones, estaqueado por los recuerdos, los temores y los remordimientos.

He decidido con firmeza que no he de deprimirme y si, a pesar de todo, la parca pasa de visita, he dejado expresas instrucciones para que estos versos de Eladia Blázquez logren recordarme desde el epitafio:

                               Y sin mostrarse en la mala,

                                distinguido y sin complejo,

                                como un duque llegó a viejo

                               sin tachar la generala.

Fotografía de Kiki Cardoso

1. El Gordo Valor y La Garza Sosa, asaltantes famosos, fueron dos de los evadidos de Villa Devoto, en 1994. Juan José El Pichón Laginestra fue uno de los más célebres criminales de la historia argentina.