a mis queridos viejos, con su vida tan rica han sido el punto de partida indispensable
a Matías, Ignacio, Lucía y Julián, por su futuro que alimenta mi ilusión.
Cada uno de los exámenes finales de las veintinueve materias que rendí en mi carrera, fueron –de alguna manera– una experiencia muy particular. Como ya he explicado en otros relatos, la situación de enfrentarme a la mesa examinadora resultaba harto complicada, en el análisis al que yo mismo me sometía en los días previos, no me dejaba pasar una y la posibilidad de afrontar un bochazo no me cerraba para nada.
Desde que me presenté en Anatomía, la primera materia, un lunes caluroso de noviembre de 1968, pocos exámenes transcurrieron por carriles normales. En esa oportunidad, esquivé –muy cobarde– el llamado que me hicieron al comenzar la mesa y al comprobar –con el correr de la mañana– el tenor de lo que se estaba preguntando decidí –ya sobre el mediodía– volver a casa, empilcharme con traje azul y corbata, como se acostumbraba, y regresar hasta la facultad para solicitar rendir, argumentando una indisposición que me habría impedido hacerlo en el horario que correspondía. Autorizado que fui, me encontré, poco rato después, rindiendo el examen práctico; a éste, le siguió el teórico con el titular y cuando todavía el sol estaba bien arriba, salí de la cátedra eufórico, mostrando con orgullo, el primer diez en mi libreta.
Habiendo terminado de cursar la totalidad de las materias y restándome cinco finales para obtener el título, me entretuve durante tres años amagando rendir. Papá, como el resto de mi numerosa familia, se había desesperanzado ya de verme convertido en médico algún día. Tenía un trabajo justo a mi medida: era el responsable técnico-administrativo de una obra social sindical que prácticamente había armado yo en lo operativo, uniendo mis ganas, mi laburo y mis contactos, a la incondicional confianza que me prodigaban los Secretarios que la conducían. No existían para mí obligaciones de horario ni obstáculos de ninguna clase que me impidieran culminar, de forma rápida, con la carrera, pero era obvio que alguna dificultad propia me lo hacía imposible.
Como premio a mi desempeño y al compromiso que demostraba con la Institución, enterados de que estaba próximo a recibirme, desde el nivel Central, se me otorgó una licencia “con goce de sueldo” de tres meses para que apurara los finales pendientes y obtuviera por fin mi título de médico. Peor que peor, la situación inexcusable, unida a la presión, terminó por paralizarme y me reintegré al cabo de esas “vacaciones” con las manos vacías, avergonzado y sin haber podido dar ni un solo examen.
Paradojalmente y para mi fortuna, que siempre me ha acompañado mucho en la vida, la situación política cambió en mi trabajo, comenzaron los roces y yo, demasiado joven y lleno de ideales y principios, no evité enfrentamientos que a la postre decidieron mi ida.
Desempleado y con la indemnización en el bolsillo, pude enfocar mejor la realidad y ahí sí, comencé el embalaje final que me llevó en unos meses a rendir –por fin– la última materia.
No sabía hasta ese momento lo que era un aplazo, y más allá de un cuatro en Ortopedia y un cinco en Microbiología, mi libreta rebosaba de nueves y de diez. Tres días después de rendir sin problemas Cirugía de sexto, me dispuse a enfrentar la mesa de Clínica Médica en el que debía ser el último de mis exámenes.
La noche previa, como tantas otras a lo largo de años, no fue nada sencilla. Alternaba –entraba y salía de manera vertiginosa– entre la idea de rendir y la compulsión por la borrada, estudiaba de a ratos y dormitaba en otros hasta que apareció la luz del día. Me duché sin premura, me vestí y fui a buscar el auto. Mantenía dentro de mí una puja sin tregua, oscilaba entre la obligación de presentarme y el recurso de huir.
Llegué hasta la Sala III del viejo Policlínico San Martín, acompañado por la que era mi esposa, unos minutos antes de que se hiciera el llamado. Cerré los ojos y entregué la libreta.
Me indicaron la cama que me tocaba en suerte y hacia ella enfilé mis pasos de inmediato. La prueba consistía en interrogar y explorar a un enfermo de los que estaban internados, confeccionándole la historia clínica, para lo cual disponíamos de más o menos media hora. Pasado ese tiempo, llegaría el docente y nos sometería a sus preguntas.
Mi paciente resultó ser un individuo joven, cardíaco crónico, afectado por una enfermedad mitral. No había terminado de escribir, cuándo el titular de la cátedra llegó junto a la cama y en ese momento comenzó el examen.
Hice, para empezar, una detallada reseña de los antecedentes familiares, personales y de la enfermedad actual del internado. Acto seguido, el profesor comenzó a exigirme con el examen físico: la inspección de las facies, del cuello, observando sus venas, la palpación del tórax buscando el choque de la punta, el reflejo hepatoyugular, los pulsos periféricos, la auscultación, nada fue soslayado por mi examinador. Se mostraba muy parco, aunque insistía en los detalles hasta quedar completamente satisfecho con cada una de las maniobras semiológicas que yo iba mostrando. Pasada con holgura otra media hora, entramos por fin, en lo que me pareció sería un fácil final: “¿Qué resumen hace del enfermo?” me dijo entonces el titular dando lugar a que me luciera con una ordenada exposición. En contraste con las angustias previas que sufría, una vez dentro de la prueba pasaba a ser –generalmente– un ganador, me expresaba con toda corrección, era preciso en mis definiciones y hasta me daba el lujo de jugar con las entonaciones y el despliegue escénico
– ¿Cuál es su diagnóstico entonces, señor?
– El paciente es portador de una insuficiencia cardíaca provocada por la lesión reumática de la válvula mitral, doctor.
– Muy bien, muy bien. ¿Cuál es el tratamiento?
– Digitálicos, doctor.
– Bien, ¿cuál?
– Puede ser digoxina.
– ¿Qué dosis?
– ¿…? –Solo me encogí de hombros, dejándole en claro que no la conocía– No es que no la recuerde, doctor, es que no la estudié…
– ¿Qué otra cosa le da?
– Diuréticos.
– Muy bien, ¿cuáles?
– Hidroclorotiazida, por ejemplo.
– ¿Qué dosis?
– Doctor, ya se lo dije, no estudié las dosis…pensé que era algo que olvidaría de inmediato…No le encontré sentido a su lectura.
El docente, sin pronunciar una sola palabra, comenzó a caminar moviendo su cabeza, dándome a entender que el examen había terminado. Lo acompañaba sin mostrarme en absoluto preocupado. “Usted ya es médico…las dosis tiene que saberlas” me dijo un par de veces mientras atravesábamos, con parsimonia, la sala camino hacia la puerta, y yo, sin esforzarme demasiado, le insistía con que no las había estudiado por no considerarlo importante. Nos separamos sin que mediara siquiera algún saludo. Él se metió en su secretaría y yo me quedé en el pasillo medio desconcertado. Sólo pasaron algunos minutos para que se me entregara la libreta y descubriera que me había calificado con ¡un tres!
Mi reacción en los días siguientes, a tono con mi trayectoria tan particular, consistió en pedir ¡una fecha especial! Llevaba en la facultad más del doble del tiempo necesario para recibirme, pero, argumentando una urgencia difícil de probar, solicité ser examinado de nuevo en el plazo más corto. Inconscientemente me instalé en un brete: veinte días después la mesa volvería a formarse, aunque esta vez el único alumno para rendir sería yo, con lo que la posibilidad de no hacerlo –si bien revoloteó en mi cabeza hasta el último instante– no aparecería como algo posible.
El examen en esa oportunidad fue con un paciente diabético, se desarrolló en tono muy cordial con dos de los adjuntos y sobre el final apareció el titular, me hizo unas pocas preguntas y me felicitó, entregándome unos minutos después la libreta en la qué, ahora sí, figuraba un diez. Había terminado mi carrera.
No puedo dejar de señalar que gracias a esa tendencia a demorar tu graduación te conocí.Y asi empezó la increible aventura que fue compartir ese tiempo mágico que transitamos cuando estamos por recibirnos.Hoy me conmueve recordar que fácil nos resultaba pasar muchas mas horas hablando de la vida,lectura,sueños mas wue de estudio.Gracias por ese tiempo que guardo con cariño.Abrazo
Hermoso tiempo ese, Marina. También guardo esos recuerdos de una etapa de sueños, locuras y esperanza. Abrazo grande querida amiga.
¡Genial, Alberto!
Tal como lo comentaste por privado, guarda muchos puntos en común con mi relato «Y el piso no me tragaba…», mas allá del abominable TRES…
La descripción del entorno en que se desarrolló tu examen también me sirve para constatar -una vez más- que yo no podría haber sido médico.
Me puedo imaginar como ingeniero, abogado, carpintero o taxista, sin problemas. Pero médico…¡no!
Gracias como siempre, Dickie. Nos debemos una buena charla, quiero conocer mucho más esta herramienta que vos has logrado concretar con muchas cosas atractivas.