Pertenezco a una de las generaciones de los que sospechamos que habría otra cosa. Hace ya muchas décadas que la Argentina experimenta una larga crisis, cruzada por estallidos, emergencias y también –de esto los más jóvenes no tienen aún demasiados registros– situaciones violentas.

En el año que corre, un 2020 que quedará marcado para siempre en la historia del mundo, una cruenta pandemia nos ha sumergido –una vez más– en un período oscuro de nuestra República. La tristeza, la angustia, los inasibles y fantasmagóricos contornos de una pesadilla, parecen haberse apoderado de muchos de los argentinos.

La epidemia es universal, de acuerdo, casi no existen países que escapen a sus latigazos. Sin embargo y fieles a nuestro particular estilo de gestionar la historia, nos encargamos de transformar un daño propio de la naturaleza en un fracaso más de las instituciones. Lo que comenzó con una apariencia un tanto confusa en enero: “No, ahora no tenemos ninguna posibilidad que no sea un caso importado”, “Debemos preocuparnos más por la gripe común”, “Yo creí que iba a llegar más tarde, no creí que iba a llegar antes de terminar el verano” (González García dixit), viró rápidamente en marzo con la instalación, por dos semanas –se aclaró entonces– de la bienaventurada cuarentena. Se presentó la decisión del modo en que las circunstancias lo hacían ver como el más correcto y oportuno, el más apropiado para la gravedad del panorama al que nos enfrentábamos. Se lo hizo de forma oficial y transmitida por el Presidente –en Olivos–, rodeado de una amplia muestra del arco político. Se exhibieron juntos allí, ese día, el oficialismo y la oposición.

Sin embargo, llevamos al día de hoy noventa y siete larguísimas jornadas de encierro y tengo para mí que, entre otras muchas cosas, hemos perdido no solo la tranquilidad que otorga el sabernos cuidados o merecedores de nuestro sustento, sino la noción aprendida del tiempo calendario.  Algo parece haber sucedido también –de manera contemporánea– con el poder político, responsable en gran medida de un notorio cambio del humor social.

En algo más de tres meses el país, su gente, han visto liberar centenares de presos mediante argumentos de los más arbitrarios. Ya ni se menciona el desembarco de nutridos contingentes de médicos cubanos y venezolanos en nuestra provincia (¿justificaba la situación sanitaria una decisión por demás cuestionable?). Se ha informado incluso del pedido de incorporación de una cincuentena de ellos en el municipio de La Plata, no he oído discutir su habilitación temporal y mucho menos el ejercicio profesional bajo un inaceptable sello: “DNI – Dto. 260/2020”.

Dentro de una misma sintonía asistimos a un tremendo embate contra las instituciones que procura –a cualquier costo y contra reloj– la impunidad de nuestra vicepresidenta y sus adláteres en la larga lista de procesos por los que se los investiga y juzga. Se agrega a esto la prisión domiciliaria del condenado Amado Boudou (sobran los dedos de una mano para contabilizar a los que aún se atreven a alegar su inocencia), premiado además con una pensión vitalicia honorífica superior a los $ 400.000 más una suculenta retroactividad, también el inadmisible intento de expropiación de una empresa privada sometida a concurso y la culminación del hostigamiento brutal que ha derivado en la salida del país de la empresa LATAM. ¿Es posible siquiera imaginar que vengan en nuestro auxilio inversores extranjeros o créditos internacionales en un contexto semejante? Habida cuenta de que resulta imposible elevar la recaudación impositiva y que irá desmejorando –día a día–  nuestra balanza comercial, me pregunto también ¿qué ocurrirá en nuestro país cuando quedemos sepultados por la emisión monetaria de toneladas de papel sin valor?

El Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio se ha prorrogado una y otra vez, sumando argumentos contradictorios, carentes de toda convicción. Resulta imposible verificar un gesto –aunque sea simbólico– de sacrificio de nuestros dirigentes. Hemos pasado –sin escalas– de la confianza a la incredulidad. Para completarla, un desembozado enfrentamiento político entre la provincia y la ciudad escala –en simultáneo, receloso y sin pausas– con la misma agresividad con la que crecen los infectados por el coronavirus.

Siento que resulta posible trazar un paralelo con la traumática experiencia que sufrió la Argentina como consecuencia de la delirante e infortunada aventura que significó la guerra de Malvinas.

Allí se pasó de vitorear en la plaza de Mayo –un 2 de abril– a un presidente de facto que acababa de embarcarnos en una tragedia, a repudiarlo con violencia, dos meses y medio después, anoticiados de una rendición que dejó –como su saldo más gravoso– la muerte de más de seiscientos jóvenes combatientes que pagaron con su vida el dislate de una dirigencia.

Las múltiples y multitudinarias marchas de oposición al gobierno que observamos el pasado sábado nos muestran, a las claras, el cambio de clima aludido. No fueron, como se pretende hacernos creer, en defensa de una empresa privada. Deberá buscarse el sustento de esas manifestaciones en razones mucho más genuinas y también más primarias. Un pueblo cansado, empobrecido, utilizado y harto de prebendas y trato prepotente, parece cada vez más cerca de encontrar el límite.

El título está inspirado en La larga crisis argentina – Del siglo XX al siglo XXI, libro del historiador argentino Luis Alberto Romero publicado por Siglo Veintiuno editores en el año 2013.