Allí donde se encuentre tu tesoro, pondrás tu corazón.

                                                                                                                                   

Esos primeros días de julio aparecían como muy complicados, la expectativa por el nuevo gobierno nacional –recién asumido –no lograba poner ni el más mínimo freno a la brutal escalada inflacionaria.

El tipo esperaba –entre paciente y resignado –su turno en la cola del banco. Apretaba, en su bolsillo, el magro fajo de billetes en que se había transformado un rato antes, su ahora añorado Renault 12.

Apesadumbrado y ensimismado dentro de su yo más profundo y absoluto, arrastrando de manera automática sus pies, contabilizó –en su silencio –lo que suponía eran sus éxitos y sus fracasos. En forma casi mágica su soliloquio le fue transformando el espíritu y para cuando se paró frente al cajero, se sentía francamente envalentonado. Niveló con su depósito el saldo de la cuenta corriente, constituyendo con el remanente un plazo fijo muy prometedor y volvió tan pronto como pudo a su casa.

Esa misma noche, casi en estado de euforia, garabateó en su cuaderno un relato que decía más o menos lo siguiente:

« Los intereses comenzaron a trepar violentamente y mi deuda con el banco creció hasta límites insospechables.

Aquella tarde encontré por fin el libro que tanto había buscado y lo que es mejor aún, hasta tuve tiempo de leerlo.

Vendí mi auto, reconstituí mi economía y coloqué entusiasmado el dinero sobrante a plazo fijo. Las tasas comenzaron a caerse.

El comentario de Daniel nos llenó de esperanzas el trabajo es bueno nos dijo, – pueden ganar el premio insistió convincente.

El dólar representaba ahora un buen refugio y allí fue el resto de mi ya magro capital.

Debutamos ganando un partido imposible, anteanoche al dormirme escuché decir a María que me quiere.

Los verdes cayeron sin remedio y con ello mis ahorros se esfumaron para siempre.

Esta mañana trepé como pude al colectivo y con esfuerzo, estirando mi brazo entre los cuerpos apretados, logré sacar un boleto…….capicúa. Definitivamente, ya no me quedan dudas, soy un hombre de suerte.»

Al día siguiente, con el auxilio de su vieja Remington, le dio su última forma al borrador titulándolo «Hombre de suerte” y una semana después el texto figuraba en el número 2 de su revista de humor hospitalario.

Pasaron muchos años desde entonces y le sucedieron demasiadas cosas. Volvió por un tiempo a la olvidada rutina de los colectivos, apareció de tanto en tanto algún boleto capicúa, hasta que –después de moverse por algunos meses en un auto prestado –consiguió nuevamente hacerse de uno propio.  Llegó, creciendo cada día, el momento del trabajo duro y sin desmayos. En ese tiempo, lo suyo fue vertiginoso, corrió de consultorios a quirófanos, alternando infinitos viajes al interior de la provincia con guardias que por momentos llegaron a ocuparle la mitad de su tiempo de vida. Parecía y creía ser capaz de todo y no escatimaba en absoluto adrenalina, se divertía sobre un auto a fondo, ejecutaba una compleja cirugía o realizaba mil piruetas financieras para sostener su siempre jaqueada economía.

Su resquebrajado matrimonio sucumbió finalmente y aprendió lo difícil de vivir sin el contacto cotidiano con sus hijos, soportó críticas, sinsabores y desencuentros que no le impidieron –no obstante –encontrarse una buena pareja, una mujer que le ponía música en el alma con su tonada cordobesa y descubrir toda la energía y la ternura que era capaz de brindar en ese nuevo amor.

Experimentó –día tras día –el irrepetible desafío de operar un paciente, valoró y bendijo una y otra vez las enseñanzas de su padre, tuvo días de gloria y autocomplacencia, siendo muy consciente además de la importancia de su mano tendida y la palabra cálida hacia el que sufría. Pero supo también de la desazón infinita ante un enfermo complicado, de sabores amargos y de rostros dolientes que no lograría olvidar jamás, emergiendo entre cientos de presencias más gratas, recordándole –de manera angustiosa –que la cirugía se transita en solitario y que sería difícil recorrer ese camino sin exponer en cada paso el alma.

Pasaron algunos años y de la mano de un nuevo y profundo amor llegó el tiempo del sosiego. Junto a su amada Olguita disfrutó –una vez más –las mieles de sentirse cuidado, mimado, protegido y pudo –junto a ella –proyectar un futuro a muy largo plazo. Construyeron con entusiasmo su vivienda y se reconfortaron de poder ayudar a sus queridos viejos, así como lo hacía él con sus adolescentes hijos.

Entrelazó con renovado optimismo los vínculos de una nueva familia y se encariño con cada uno de los amigos de su nueva esposa sintiendo que, de alguna manera, la vida volvía a comenzar y que estos nuevos afectos ocupaban el sitial de los que ahora aparecían como más lejanos en su historia.

El accidente, imprevisible, absurdo, fue un terrible arrebato, un fogonazo que pareció consumir en un segundo toda su interioridad. En un instante él, que había sido testigo como cirujano de decenas de situaciones similares, se vio de manera involuntaria convertido en actor, impotente para evitar la muerte de su compañera, sumido en la más tremenda desesperación.

Sintió que su vida y sus proyectos, atados en forma indisoluble a los de Olga, desaparecían para siempre desprovistos de todo sentido, vaciados de contenido por la inmensa tristeza que ahogaba su alma.

Pudo, a pesar de todo –metabolizando broncas y rencores –  asumir la pérdida con resignación. A preguntas como “¿por qué a mí?” opuso “¿y por qué no a mí?”, reemplazando en forma reflexiva inconducentes “¿por qué?” por “¿para qué?”. 

Y precisamente esa vida, harto previsible y generosa que ahora parecía derrumbarse, le depararía otra de sus grandes sorpresas. Apareció en escena Kiki, una abogadita tan hermosa como dotada de personalidad, sensible e inteligente, alguien capaz de animarse a quererlo en los duros tiempos que estiró su duelo. Se convirtió en su compañera inseparable y juntos comenzaron a construir –desde ese nuevo amor –con esperanzas, un futuro común.

Y ello era posible, pensó, porque mantenía intactas sus ganas de creer, su fe. Se sentía como siempre y más allá de sus tristezas, abierto a nuevas experiencias, permeable a lo que aconteciera a su alrededor y seguramente fue por eso que una vez más se dispuso a incorporar nueva familia, nuevos amigos y por qué no, nuevos proyectos.

Fue sorpresiva y casi repentina la decisión de abandonar la práctica de la cirugía, aunque fuese el fruto de una larga introspección acompañada de infinitas sesiones con su terapeuta. Lo sacudió descubrir y confirmar que quizás no había poseído nunca una verdadera vocación para la medicina –algo que había disimulado de manera inconsciente sobre la base de mucho esfuerzo, mucha dedicación, de generosa entrega –y que su elección profesional había sido –en todo caso –un tan involuntario como grande tributo al profundo amor que sentía por su padre. Fue en el día posterior al sepelio de este, que sucedió otra vez algo que jamás se hubiese imaginado.

Un luminoso mediodía de junio, en Mar del Plata, supieron con Kiki que iban a ser padres y siete meses más tarde, después de un embarazo espléndido, nació Julián.

En una noche de desvelo –llegando al final del 2005 – después de luchar contra el insomnio leyendo, corrigiendo y rescribiendo con minuciosidad los diversos textos que almacenaba en su computadora y ya de madrugada, se sentó junto a la cuna del bebé. Lo observó –en la penumbra –mientras este dormía plácidamente boca arriba, los bracitos levantados y sus puños cerrados enmarcando su luminosa cara, con el pelo rubio tapándole la frente. Se conmovió con la hermosura angelical de Julián, disfrutó escuchando sus ronquidos y soñó despierto, como casi todos los días de ese último año, imaginando para él la más dichosa de las existencias. Agradeció una vez más ese regalo de la vida, ese milagro y la posibilidad de compartir con él todo el tiempo del que ahora podía disponer.

Extendió la sabanita cubriendo sus piecitos, permaneció junto a él un largo rato y regresó a su cuarto. Se acostó en silencio. Su mujercita respiraba con el sonido y la cadencia que da el sueño profundo. Se quedó unos minutos pensativo, repasando en forma desordenada distintos momentos de su vida, algunos próximos, otros muy distantes. Evocó momentos similares vividos junto a sus tres primeros hijos, conectando la ternura de aquellos momentos tan lejanos con la sentida en esa noche e imprevistamente –sin saber bien por qué –recordó la escena del ‘89 en la cola del banco y su relato posterior. Una sonrisa melancólica se dibujó en su rostro, “definitivamente –pensó – sigo siendo un hombre de suerte…”.    

Nota: Este relato, reescrito en 2019, fue publicado en «Pinceladas», Ed. Dunken – 2008