Un cuento de golf

El salón, de medianas dimensiones, estaba desbordado. Tomó asiento en la solitaria silla frente al estrado y pudo sentir la dura incomodidad de la madera, acercó el micrófono a su boca. Intuía que una multitud expectante, a sus espaldas, en un silencio religioso, esperaba con ansiedad que comenzara su relato.

–En primer lugar, quisiera dejarles bien en claro que, como repetí mil veces cuando fui detenido y más tarde en la indagatoria, se trató de un accidente, un terrible accidente. No desconozco los graves cargos con los que se me acusa, tampoco la manera en que me comprometen los dichos de algunos testigos, pero les reitero y esto deben creerlo –hizo una pausa, mantenía sus brazos a ambos lados del cuerpo con las manos apoyadas sobre sus muslos, inspiró profundo, levantó su cabeza mirando hacia el techo, volvió a mirar hacia adelante largando el aire casi con un silbido– lo juro, solo fue eso, un accidente.

–Vengo dispuesto a contarles todo, con lujo de detalles –se le notaba nervioso. Vestía de manera muy prolija, con impecables chupines rojos y camisa entallada muy ceñida al cuerpo. Estaba recién afeitado y era evidente que le había dedicado muchos minutos a su pelo renegrido peinado bien para arriba con abundante gel.  Se hacía fácil suponer que estaba decidido a brindar su versión de los hechos en forma minuciosa.

–Cumplíamos veintitrés años de casados y mi mujer preparaba ese viaje desde hacía muchos meses. Era un fin de semana largo, como tantos otros de nuestro calendario. Pobrecita, ella tenía tremendas ilusiones –hablaba pausado, era notorio que buscaba hacerlo de la manera más precisa.

–Hicimos el ingreso al hotel el viernes, a la tarde, y esto que voy a narrarles sucedió el domingo. Ese día nos levantamos bien temprano y bajamos a desayunar. Estábamos hospedados en la Tiger Woods– hizo un breve silencio, tragó saliva e interrogó a sus interlocutores girando apenas su cabeza a uno y otro lado, enarcando las cejas.

– ¿Comprenden lo que estoy diciendo, no es cierto?, estábamos en la Tiger Woods, ¡nada menos que en la Tiger Woods! –abría muy grande sus ojos y marcaba las palabras con un perfecto acento inglés acompañándolas con vivos gestos de sus manos.

 –Una de las características de ese hotel Golf y Spa, muchos de ustedes lo conocen, es precisamente la de identificar a sus cuartos con los nombres de los más famosos golfistas de la actualidad. Tienen una bonita placa de bronce, en el pasillo, junto a la puerta de cada habitación y eso permite ubicarlas sin dificultad. Se imaginan que ella conocía de sobra mi locura por el golf y por esa cancha y no es tonta… perdón, no era tonta – bajando la cabeza – había elegido la mejor, la suite más cara, la que tiene vista al valle y permite observar, en detalle, dieciséis de los dieciocho hoyos, unos trescientos metros más abajo.

Yo había jugado la tarde anterior una vuelta junto a otros jugadores locales, ya se los dije, soy un fanático de este deporte y la cancha de Valle Escondido me encanta, es una de las que más me gusta. La primera vez que la jugué estaba recién inaugurada y mi mujer me acompañó, debe de haber sido en el 2002, sí, en noviembre de 2002 para ser más exacto, una escapada de fin de semana, yo en esos meses todavía era gerente de…, bueno, no viene al caso, la caminamos juntos… –se detuvo unos instantes, pareció que se esforzaba en recordar algún dato preciso–le hice par de cancha, a la ida y a la vuelta, que no es fácil, eh, y ahí como que me enganchó para toda la vida…bueno, creo que me desvié del tema principal, el que ustedes querrán escuchar, les pido disculpas, hay veces en que me dejo llevar un poco por el entusiasmo.

Ella había preferido el spa, la lectura y algunas compras en la boutique que está en la planta baja, cerquita de la recepción; también aprovechó para reservar una mesa muy bien ubicada, quería averiguar cómo se comía en el restaurant. Disfrutamos allí, esa noche, de una cena exquisita acompañada de muy buena música, suave y en un ambiente de tranquilidad y profundo silencio. Me acuerdo muy bien que, por su insistencia, bebimos una botella de Angélica Zapata malbec… Alta, ¿no? no estoy muy seguro…, quizás fuera un Rutini…pero sí, creo que Zapata Alta…, un vino caro, eh, muy caro. Eso prolongó la sobremesa y terminamos sentados, podría decir casi tirados, en los espléndidos sillones de un salón contiguo. Charlábamos de manera pausada, tomábamos café, también algún coñac y dejábamos que nuestras vistas se perdieran en la profunda oscuridad del valle. Aun dentro de esa negrura sobrecogedora podían adivinarse sus imponentes casas, muy iluminadas, desparramadas en las laderas de la sierra.

Aprovechó la pausa para respirar hondo y continuó.

–Había comenzado a contarles del desayuno del domingo, ¿no?  Bueno, me levanté para servirme otro café con leche y volví con la taza en una de mis manos, mientras con la otra, haciendo esfuerzos para mantenerlo en equilibrio, sostenía un plato cargado de medialunas con dulce de leche, dos envases plásticos de manteca y otros de mermelada de frutilla…, no, perdón, de ciruelas…, sí, sí, de ciruelas, que es nuestra preferida, más unas tostadas de pan negro, calentitas, y unas cuantas fetas de jamón y queso.

“Pará de comer, no te mirás en el espejo vos, no te das cuenta que estás hecho un cerdo” comenzó ella con sus protestas habituales, “el colesterol, se te debe haber ido a las nubes el colesterol”, siguió. Yo la amo…, perdón, la amaba como el primer día, pero a veces… “Mirá, ahora subimos, nos damos una ducha rápida y salimos a escalar la sierra”, –era obsesiva– “me dijeron que hay un caminito, te va a venir bien, además es un día espléndido”.

–Y sí, era cierto, desde el local totalmente vidriado en el que estábamos se podía observar el cielo azul, muy brillante, sin una sola nube. No sé si alguno de ustedes estuvo alguna vez allí, se los aseguro –enfatizó como si propusiera la compra de un paquete turístico –, el paisaje es maravilloso.

Se lo notaba más tranquilo ahora, aunque debía de tener la boca un poco pastosa. Alargó su mano hacia un vaso de agua, servido sobre una mesita, a su derecha. Tomó un sorbo y siguió.

–Volvimos a la habitación. Ella, está demás aclararlo, fue la primera en meterse a la ducha. Salió envuelta en un toallón inmenso, blanco, de un blanco blanquísimo, impecable, bien de cinco estrellas. Era mi turno. Yo tiré las pilchas en el suelo y me metí en el box. No se pueden imaginar lo que era eso, ¡inmenso!

 “No puedo hacer salir la lluvia, ¿cómo demonios se hace con esta palanca?”, es probable que también haya puteado mientras la movía para todos lados, porque yo soy chinchudo, impaciente– grité para que me escuchara desde el dormitorio.  “Girala para abajo, inútil” fue su respuesta, amable y cariñosa como siempre. “No hay jabón”, volví a gritar, “es líquido”, me contestó ella, “no lo veo”, grité una vez más, “fíjate que está en una botellita, junto al shampoo y la crema de enjuague, ¿qué tenés en los ojos?, es de canela y jengibre, dale, apurate dormido, que el día está divino”. “¿De canela y qué…?”

–Se los juro –detuvo un instante su narración, miró con fijeza a quienes lo enfrentaban mientras meneaba su cabeza con incredulidad –jamás había visto un jabón líquido con esa calidad, con ese cuerpo, con esa espesura y con ese perfume tan intenso –cerró los ojos y aspiró profundo.

 “Esto debe ser una bomba”, pensé, “debe tener una concentración de tensoactivos terrible”.

Me duché rapidísimo, tenía una sola idea en la cabeza. Siempre fui un loco de las pompas de jabón, desde que una vez los Reyes me trajeron el Pompa Pum, ¿se acuerdan no, del Pompa Pum?, el revolvito ese que lo cargabas con detergente y le dabas manija y sacabas millones de pompas…– la indiferencia del tribunal, quizás su aburrimiento, sus gestos de nada y el silencio pesado que continuaba a sus espaldas, lo desanimaron, hicieron que se pusiera incómodo y aplicaron un freno abrupto a su relato.

Solo necesitó unos segundos para recomponerse.

–No me lo digan, lo adivino en sus caras, piensan que soy un inmaduro, un chiquilín, bueno, es mucha la gente que piensa lo mismo, pero…he disfrutado toda mi vida haciéndolas. Con mis primos del campo jugábamos competencias todos los veranos lanzándolas al aire desde las alturas y seguíamos su vuelo hasta verlas estrellarse o desaparecer. Lo hacíamos trepados a un molino o sentados sobre el techo de los silos de granos. Jamás me separé del aparatito de alambre que me hizo mi viejo, lo tengo desde que tenía once años y he hecho volar burbujas desde las ventanas de los hoteles de medio planeta. Claro que hace muchos años que me conseguí uno profesional, de los que se usan para competir, un soplador de pompas gigantes con aro de tela, marca Klutz Press, ¿no sé si lo conocen?… ¿no?

–Mi récord hasta ese domingo maldito era en el Metropol de Chicago, desde un piso veintiuno, hice una pompa de más de medio metro de diámetro que voló exactamente tres minutos y treinta y siete segundos, cronometrados, hasta que la perdí de vista, detrás de un rascacielos, creo que ya debía andar cerca del Sears Tower.

Su cara era la de un chico al que lo rebalsa la alegría, le brillaban los ojos. Parecía cada vez más embalado, se diría que había logrado abstraerse del entorno. Durante unos segundos, mirando hacia el piso, canturreó –en un tono apenas audible – I’am forever blowing bubbles, una vieja canción infantil americana. Se detuvo, pareció que volvía a la realidad y aprovechó para tomarse otro trago de agua. Tres pares de ojos de mirada entre perpleja e indignada seguían clavados sobre su persona.

–He usado distintos detergentes, jabones de los que se les ocurran, sólidos y líquidos y también mezclas con glicerina, pero de canela y jengibre, nunca, se los juro, nunca, y menos con esa consistencia.

–Salí de la ducha en un minuto. A medio secar, me vestí a las apuradas, bueno, en realidad me até la toalla a la cintura y vacié en el suelo el recipiente para los descartables que está debajo del lavabo. Lo puse bajo el chorro de agua caliente y cuando estaba a medio llenar, le eché medio frasco del jabón que había usado en la ducha, lo revolví bien. Me comía la ansiedad por experimentar. Corrí hasta la habitación, fui hasta mi valija, la abrí y saqué del fondo, donde lo había escondido, debajo de la ropa, mi soplador de pompas alemán, ese artefacto que me acompaña siempre en cada viaje.

Sumergí el anillo dentro del tachito, lo agité unos segundos y comencé a soplar de manera lenta y sostenida. Una enorme burbuja comenzó a formarse.

Observé que ella estaba de espaldas, con su cuerpo inclinado sobre la baranda del balcón y las dos hojas de la inmensa ventana abiertas de par en par. Yo estaba parado al lado de la cama y al escucharme se dio vuelta hacia mí, tenía las calzas rojas ajustadas que yo le había regalado el último cumpleaños y arriba…–titubeó– y arriba, no me acuerdo muy bien, me parece que una remera blanca…o quizás una blusa, sí, me parece que la blusa esa que se compró en la oficina…, no me acuerdo, la verdad, no me acuerdo.

Me miró con una cara… ¿no saben la cara con la que me miró?

No podía bancarse que un tipo de mi edad jugara como un chico, y digo yo, ¿qué tiene de malo?, no, ¿qué tiene de malo que uno se divierta haciendo pompas de jabón?, ¿a quién jodo?, díganme, ¿a quién jodo? –alzó la voz–, pero ella no, estaba furiosa y la enojaba mucho más, estoy seguro, que yo, en mi diversión, chorreara con agua jabonosa la colcha y la moquette beige del dormitorio.

“Siempre el mismo chiquilín vos, ¿cuándo vas a cambiar?, ¿a quién se le puede ocurrir que vengamos un fin de semana a Tandil, en nuestro aniversario, me traigas a un hotel maravilloso en la sierra y te lo pases en el golf o te pongas a jugar como un chico?”, “¿hasta cuándo pensás seguir jodiendo con eso de las pompas?”, empezó a gritarme.

–La burbuja crecía y crecía y yo soplaba despacito, pero parejo, porque ahí está el gran secreto, en tomar mucho aire de entrada, y retenerlo, para largarlo más caliente y despacito, sin parar nunca de soplar, dejando flojitos los labios…, así…, ven. Después hay que seguir tomando aire por la nariz, rápido, y continuar soplando suave y parejo. Cada tanto darle unas pequeñas sacudidas al aro, para que se estire la burbuja. Las paredes delgadas temblaban, se agitaban, parecían a punto de romperse, aunque desde el principio noté que la pompa me hacía mucha fuerza, me costaba inflarla y eso es bueno, habla de un espesor que la hace resistente.

Sus gestos comenzaron a ser amenazantes, apenas podía distinguirla, pero la escuchaba, y bien que la escuchaba–. “Y sí, claro, es como dice Renée, mi terapeuta, ¿que hacés todavía al lado de tu marido?, ese tipo es un inmaduro, no va a cambiar más” …También me pareció escuchar algo de cornudo o algo por el estilo…, pero no, no estoy seguro, no puedo asegurarlo y puede que sea producto de mi imaginación, lo que sí es cierto es que estaba muy enojada, enojadísima.

 –La pompa había alcanzado ya como dos metros, era inmensa, tocaba la alfombra, pero no se rompía. Jamás había logrado una así y…, se los aseguro, miren que de esto sé, al jabón ese de canela y jengibre no hay con qué darle. Yo la escuchaba…, y la veía, pero no podía llevarle el apunte, no podía dejar de soplar.

Lo adivino en sus caras, ustedes piensan que esto de las burbujas de jabón es una pavada, una tontería, cosa de chicos…, puede ser, es lo que piensan todos, o la mayoría, porque no conocen…, pero quiero aclararles que he acumulado en mi biblioteca libros y libros sobre pompas con todos los tutoriales, he leído todo lo que pueda discutirse sobre las leyes de Plateau relacionadas con la geometría de las películas de jabón y tengo un librito que traje de Ginebra, uno excelente, que ahonda en las relaciones entre las burbujas y las matemáticas.., hay una mina americana que trabajó en eso, ganó el premio Nobel…veo que no los entusiasma–su cara reflejaba profunda decepción.

–Ella gritaba cada vez más fuerte, en un momento como que se me vino encima, a darme un manotazo y… ¡esto no lo van a creer!, ¡no lo van a creer!, parece un cuento, pero se metió dentro de la burbuja y no la rompió, mi mujer movía los brazos para todos lados, ¡pero no la rompió!

Daba la impresión de que la pompa se la había tragado.

Ella seguía pataleando y gesticulando y le tiraba piñas a la pompa desde adentro pero no había caso, la deformaba, pero no podía romperla y yo la miraba, la miraba y me reía, ¿qué hubieran hecho ustedes?, ¿se imaginan?, mi mujer gritando como loca adentro de una pompa y sin poder salir, ¡era increíble!, ¡ridículo!, ¡me moría de risa!

De a poco es como que se fue calmando, la pobre no entendía nada y tenía los pelos muy revueltos y se ve que empezaba a faltarle el aire, le salía un poco de espuma por la boca, quizás era producto del líquido que había tragado, pero también debía de estar mareada por el anhídrido carbónico y se le empezó a poner la cara un poquito azul…, yo me asusté, pasé en un segundo de la risa al susto…, casi digo al jabón…         – entrecerró los ojos, meneo su cabeza con una mueca divertida– y me fui hasta la valija de mi esposa para agarrar una tijera…bueno, no sé, buscaba algo como para pincharla y poder romperla.

En ese mismo momento fue que entró la mujer de la limpieza. Ellos dicen que abrieron la puerta por los gritos que se escuchaban desde la planta baja, también estaba Melchie, la recepcionista, la chica haitiana morena y muy alta que asomaba la cabeza por encima de todos, y el otro muchacho, ese que me parece que hace de gerente o algo por el estilo, no me acuerdo muy bien, pero eran varias personas… ¿y saben qué?

Se armó una correntada de aire impresionante, la puerta abierta dejaba pasar una tromba que parecía nacer desde el pasillo. A mí me tiró de espaldas y caí sobre la cama, patas para arriba. Me incorporé de un salto y la vi, –tragó saliva–, vi como el viento huracanado levantaba la pompa, y ella en cuclillas, que se agarraba la cabeza, y la pompa que levantó vuelo, sí, ¡levantó vuelo!, a pesar del peso se despegó del suelo y salió volando para afuera, con ella adentro, ¡de no creer!, se los juro, ¡de no creer!

Volví a atarme la toalla y corrí hasta la ventana, estaba seguro que había caído del otro lado, sobre la terraza de la planta baja y que estaría tratando de incorporarse para volver corriendo hasta la habitación y pensé: “esta viene y me caga a trompadas” …perdón.

Pero no, me asomé y la vi, iba volando suspendida sobre la ladera de la sierra, a unos dos o tres metros del suelo y empujada por una brisa suave. Descendía con mucha lentitud mientras la pompa gigantesca brillaba por el sol y tenía como tienen las buenas burbujas, una superficie bien iridiscente, de azules y naranjas brillantes. Era terrorífico, claro, pero también de una belleza incomparable. Apenas podían distinguirse sus calzas rojas dando vueltas y vueltas sin parar.

Giré de golpe hacia la entrada de la habitación, mi intención en ese momento era correrla y alcanzarla. Todavía permanecían todos amontonados debajo del marco de la puerta, sus caras eran de asombro, bueno, más que de asombro, eran de espanto.

“Va derecho para la cancha de golf, ¡se va a matar!”, grité, y salieron todos desaforados por el pasillo, escaleras abajo. Quise seguirlos, pero no, un impulso irreprimible me devolvió a la ventana. Allí me quedé, petrificado, sin sacarle los ojos de encima ni un solo segundo. La pompa seguía descendiendo muy suave y cada vez se despegaba más de la ladera, parecía que iba a lograr mantenerse en el aire unos cuantos minutos. Sin dejar de mirarla, tomé mi reloj pulsera de la mesa de luz y accioné el cronógrafo, estimo que para entonces llevaría ya entre treinta y cinco y cuarenta segundos de vuelo. El sol picaba y eso, con seguridad, calentaba el aire en su interior y ayudaba a elevarla.

Calculo que para cuando llegó al borde de la cancha y empezó a cruzar el fairway del dieciséis había volado ya más de un minuto. Tres jugadores en el tee de salida del par 3 del diecisiete fueron los primeros sorprendidos al ver pasar la pompa sobre sus cabezas. Cuando la descubrieron comenzaron a gritar y uno tomó un palo, debe de haber sido un fierro siete supongo, y sin hacer swing de práctica ni nada por el estilo le sacudió una pelotita…, pegaba bien eh, buen swing, hándicap bajo, seguro. Erró, por suerte. La burbuja se alejaba de ellos y otro de los tipos le tiró también, yo estaba demasiado lejos mirando desde la ventana y se me escapaban algunos detalles, pero alcancé a ver volar la pelota y también vi como hacía una curva y pasaba muy cerquita de la pompa sin poder romperla, para mí que ese le tiró con madera tres y con la cara un poco abierta o capaz que le pegó medio con la punta o la cortó demasiado, porque le salió con mucho efecto, con slice. Y los tipos seguían gritando y saltando.

Los tres corrían debajo de la pompa, por la cancha, como esperando que por fin cayera sobre ellos. Al llegar al lago que cruza la salida del dieciocho tuvieron que parar, y se ve que ahí una térmica del espejo de agua la hizo levantar más aún, subió muy rápido perdiendo a sus perseguidores y perdiéndose ella también detrás de unos eucaliptos que están justo tapando la salida del doce…, ¡qué salida jodida esa!

Ahí fue cuando ya se me hizo casi imposible seguirla con la vista, alcancé a verla una o dos veces más muy cerca de los árboles, pero después…

Mantenía mi cronógrafo en la mano, llevaba cerca de tres minutos la última vez que pude verla, ¡tres minutos en el aire!, ¡y seguía!, y después de eso entiendo que debe haber perdido altura y terminó estrellándose entre las rocas esas que están al costado de la ruta, pobrecita, detrás del bosquecito, antes de la curva. Yo no podía verla ya y supuse, erróneamente, que caería en el green del uno o cerca de ahí. A propósito… ¡qué hoyo tremendo el uno!, ¡por Dios!, ¡me tiene de hijo!, ese y el tres son los más jodidos de la cancha, si pegás corto el segundo tiro que es muy en subida, te enterrás en las bancas que son súper profundas y si agarrás un palo más y sale largo, te pasás del green, caés fuera de límite. El sábado le había clavado un triple boguey y casi no me acuerdo si alguna vez pude hacerle par, mucho menos un birdie.

Me vestí con lo primero que agarré, salí a toda velocidad y me subí al auto, bajé como pude, ¿ustedes han visto lo difícil que es bajar esa calle hasta la ruta?, lo fea que está, las piedras que tiene…

Sí, ya sé, algunos empleados declararon que me vieron salir con ella esa mañana del hotel después del episodio de los gritos y están confundidos, eso fue el sábado, pero el domingo fue como les acabo de contar, salí yo solo a la desesperada, abriéndome paso entre la gente que había en la planta baja. Estaba seguro que la encontraría un poco golpeada sobre el pasto suave de la cancha.

 Llegué hasta el camino y doblé a la izquierda, paré pasando la curva y contra curva, estacioné en la banquina y crucé corriendo y saltando entre las piedras hasta que la vi, en un lugar muy distante del que suponía.

Me acerqué. Estaba hecha pelota, toda machucada, con la boca muy rota y creo que le salía sangre de uno de los oídos, pero todavía respiraba…y se quejaba, pobre, se quejaba y estaba como mojada, cubierta por algo viscoso.

Y ahí fue que volví lo más rápido que pude hasta la ruta y paré a esos muchachos en bicicleta que pasaban y les conté, a los gritos, les conté que mi mujer se había accidentado y estaba mal, tirada en las rocas, y bueno, se ve que ellos llamaron a la policía que vino al rato y también a la ambulancia que tardó muchísimo, no puedo calcular cuánto tiempo fue pero fue mucho, y yo con ella en mis brazos que ya no se movía, con sus ojos muy abiertos y algo parecido a un gesto de reproche, o de espanto, o de resignación, ¿qué se yo?, vaya a saber uno qué pensaba, pobrecita…  y la cara morada  –hizo un pausa prolongada, una insoportable sensación de vacío pareció apoderarse de la sala, se tomó el mentón y se refregó la mano por los labios, con fuerza, exagerando una situación de angustia que parecía serle muy ajena, tomó aire, sacudió su cabeza… siguió –y la herida esa tremenda en la nuca, terrible, como si se hubiese golpeado muy fuerte con las piedras y el pelo lleno de sangre, empapado, y toda su ropa húmeda, pegajosa, y ese olor impregnando el aire que no voy a olvidar jamás mientras viva, ese olor que en un principio me había encantado, me parecía delicioso y ahora me da náuseas, unas terribles náuseas –se estremeció en una arcada tapándose la boca con sus manos–, me descompone de solo evocarlo, ese olor tan fuerte, ese maldito y espantoso olor a canela y jengibre…