En mayo de 1960, moría en la cámara de gas del penal de San Quintín, Caryl Chessman, el “asesino de la luz roja”. Muchos de los que pasaron los sesenta lo recordarán, yo no había cumplido aún once años de edad. Tuve la inmensa fortuna de contar entonces, en la escuela pública, con maestras adelantadas en muchos años a su generación (vaya mi homenaje a Baby y Elma Barbaglia) que nos invitaron a debatir la situación. Desde ese momento adopté una postura contraria a la pena de muerte que he mantenido y enriquecido tratando de aprender más sobre la criminalidad y los castigos.
El instituto del juicio por jurados en Argentina está contemplado en su Constitución Nacional desde 1853/60. Sin embargo, su implementación a cargo de las provincias es algo novedoso, en la nuestra se realizan desde hace poco más de tres años.
Ayer, un jurado dio su veredicto de “no culpable” tras el debate donde se discutía acerca del homicidio de un joven a manos de un comerciante humilde que, enceguecido de furia, tras haber sido asaltado con violencia, persiguió de inmediato con su auto a los delincuentes, atropelló su moto y culminó aprisionando y lesionando de manera grave a uno de ellos contra un poste de luz. Oyarzún, el carnicero, no cesó en su accionar, no hizo nada para recuperar el dinero que le habían sustraído y, además, ante la indefensión y las súplicas de quién lo había robado unos instantes antes, lo golpeó en forma repetida. Su conducta resultó mortal. Algo demasiado parecido, sino igual, a lo que se conoce como “justicia por mano propia”.
No soy quién ni tengo formación suficiente para hacer un juicio de valor sobre el veredicto al que se arribó. Sí, me parece, que éste como otros casos anteriores reavivan el debate sobre la dualidad que puede presentarse entre la justicia dictada por los jueces y la que surge de un grupo de personas sin conocimiento acabado de la ley penal, legos y probablemente muy permeados por el humor social.
Me pregunto: ¿No se alientan de esta manera las conductas tendientes a resolver, de “motu propio”, aquellos conflictos en los que, desde la modernidad, debe necesaria y exclusivamente intervenir de manera efectiva el Estado? Después de años de aplicarse doctrinas permisivas y proteccionistas de los victimarios, englobadas, de manera difusa, en lo que ha dado en llamarse “garantismo”, ¿no existe un hartazgo de la población?, ¿tenemos una sociedad madura y preparada para tramitar, debatir y resolver así estas cuestiones?, ¿no traducen los hechos narrados una alarmante ausencia del Estado transformando en un atajo lo que debiera ser una solución?
Son oportunidades para reflexionar y seguir creciendo, de eso no tengo dudas.
Septiembre de 2018