Hace unos días, siguiendo con mi rutina preestablecida de estudios clínicos, endoscópicos y de laboratorio, me realicé una ergometría (tolerancia cardiovascular al esfuerzo) a cargo de una médica cardióloga con muchos años de experiencia, en el sanatorio en el que he trabajado gran parte de mi vida.

En líneas generales podríamos decir que el resultado de la misma fue satisfactorio, teniendo en cuenta mi edad y estado físico.

Al terminar la prueba, mientras la profesional retiraba los electrodos que me había pegado en el tórax, con el cuerpo chorreando de transpiración y jadeante, escuché de su boca los siguientes consejos que les transmito por si pudieran serle de alguna utilidad:

– procurar bajar unos tres kilos más de peso.

– reducir el diámetro de mi cintura.

– adoptar una dieta escasa en carnes rojas, reemplazando éstas por pollo, cerdo o pescado.

– cambiar la ingesta de sal común por la dietética o suprimir su uso.

– continuar con mi rutina de gimnasia aeróbica en busca de mejorar mi estado físico.

Por último, y habiéndome interrogado exhaustivamente sobre todos mis hábitos, concluyó que hasta no mejorar totalmente los parámetros clínico-cardiológicos, debería restringir mi actividad conyugal a solo seis relaciones semanales.

Cuando volví a casa y le comenté este tópico a Kiki, juntó todos los dedos de su mano derecha apuntados hacia arriba mientras, sin dejar de sacudirla de manera vertical, esbozaba una sonrisa mezcla de asombro, incredulidad y una mueca burlona. Ante su respuesta, previsible, me apresuré a responderle que la limitación se refería, de manera exclusiva, sólo a mi actividad.

Les cuento que el seis es uno de los denominados números perfectos, condición que impresionó mucho a los matemáticos de la antigüedad, muy acostumbrados a jugar con ellos. Los comentaristas, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, no dejaron de asombrarse de que la cantidad de días que a Dios le tomó crear el mundo, fuera precisamente seis, un número muy particular en la visión de San Agustín y ligado a la perfección del Universo.

Con seguridad, en el diálogo con mi colega asocié, de manera inconsciente, su consejo con aquel precepto divino de que el hombre trabajaría seis días y descansaría el séptimo, y entonces se me ocurrió preguntarle a la médica si le parecía que la fe podría favorecer la actividad del corazón. Levantó las cejas, me miró con asombro y balbuceó unas pocas palabras.

 De su parca respuesta –expresada con la indiferencia de una persona, a mi juicio, muy poco creyente– deduje que no existe inconveniente alguno, tampoco beneficio, en que continúe con mi porla diaria… es decir con el recitado de mis oraciones nocturnas como esa que termina: “Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros pecadores, líbranos Señor, Dios nuestro”.

Un cariño grande para todos y celebremos estar vivos y de buen humor.

marzo de 2018