A Mario Caira que me brindó, generosamente,
esa oportunidad.
Quizás fuera la persona más feliz del mundo
pero uno no podía adivinarlo si la miraba a los ojos.
En mis épocas de secundaria leí, dentro de una antología sobre cuentos de sexo, uno de Leopoldo Torre Nilsson. No recuerdo cómo se titulaba ni tampoco cómo llegó a mis manos, sí sé que lo he buscado con ahínco, aunque jamás pude volver a hacerme de él.
Comenzaba con esta frase: “¿Ves esa mina, la más gordita?, sí, esa, bueno… ya van dos veces que estoy a punto de cogérmela”. Más o menos con estas palabras podría expresar las sensaciones que me dejó mi primera experiencia periodística. Dejemos de lado hechos, personas y distancias.
Mario Caira, mi profesor de Práctica Periodística III en la Universidad de Palermo y reconocido conductor de un programa diario en una FM de Capital, la 92.3, me convocó para cubrir las elecciones nacionales de 2011, acreditándome en el búnker de Scioli. Después de una charla telefónica con él, otra más con Claudia, su productora, y el agregado de algunos mails, sentí que la oportunidad de mi debut era una realidad. No faltó, tampoco, una breve entrevista al aire en su radio: se destacaba en ella la “curiosidad” de que un médico participara como cronista en la cobertura del comicio. Las consignas que me dieron fueron pocas y sencillas, la más destacada y precisa: “Vos andá con Karina; en el momento que Scioli junte todos los micrófonos, vos te vas con Karina y la sacamos al aire”, en obvia alusión a la esposa del gobernador.
Ese domingo a la tarde temprano, en mi casa, comencé mi prueba de vestuario junto con el ensayo general. Opté por la ropa que me parecía más canchera, aunque sin descuidar, y esto era importante, los aspectos funcionales de mi indumentaria: se trataba de contar con los compartimentos necesarios para llevar teléfono, audífonos, libreta de apuntes, grabador y sus pilas de repuesto -por las dudas-, anteojos y lapicera -ambos por duplicado-, pañuelo, analgésicos, antimigrañosos, antiespasmódicos y un abrigo liviano que no me estorbara en la función. Me ejercité varias veces para poder acceder de memoria, de la manera más automática posible, a cada uno de los bolsillos y sus contenidos según lo dictaran las diferentes circunstancias.
Me habían indicado que a las cinco de la tarde sería acreditado en la Casa de Gobierno provincial. Ansioso, y después de estacionar tres o cuatro veces mi auto en varios lugares diferentes, me presenté, por fin, a la hora convenida, en la entrada ubicada sobre las rejas de calle 53. Ingresé a la inmensa carpa ubicada dentro de los jardines: allí me colocaron, sin dirigirme casi la palabra, una pulserita pedorra rodeando mi muñeca derecha. Yo esperaba una identificación más importante, pero ello no fue obstáculo para que entrara al recinto sintiéndome un candidato al Premio Pulitzer.
Al advertir que ya había un montón de gente trabajando, que casi todos integraban equipos con cámaras, micrófonos y movileros, y que yo no junaba a nadie ni nadie me junaba a mí y que, además, ni sabía dónde carajo ubicarme, comencé a poner los pies sobre la tierra y a desinflarme un poco. La gran mayoría, daba la impresión de conocerse, charlaban entre ellos, se movían en grupo y yo ahí, solo como loco malo. Miraba con cara de nada para todos lados y caminaba dos pasos para acá y tres para allá, como si recién hubiera descendido de un plato volador. ¡En lindo quilombo me había metido!
Reconocí, en un costado de la carpa, como apartado del bochinche, al periodista Pablo Duggan, de impecable ambo azul con camisa rosa y corbata al tono, acreditado para C5N, la señal de cable; ensayaba con sus asistentes una vez tras otra su salida al aire para comprobar como daba en cámara: se lo veía tremendamente obsesivo. A su lado, un gordito, que parecía poseer información de la que recibía el oficialismo, le acercaba los datos. Como quien no quiere la cosa, me arrimé hasta poder escuchar lo que decían: fueron los primeros apuntes de mi libretita. Ya se respiraba un clima triunfalista en el ambiente.
Pocos minutos pasados de las seis y comenzado ya el escrutinio, me conecté con estudios centrales, salí al jardín y largué la información que había ido rapiñando: algunas cifras sueltas, porcentajes y notas de color, como que habían votado tantos presos en Olmos o que una presidente de mesa se había ido al baño con la urna bajo el brazo. Me empezaba a parecer divertido esto de jugar al movilero.
Al reingresar a la carpa, comprobé que había una muchedumbre: muchos militantes, muchos periodistas y técnicos, algún colado y funcionarios de todos los niveles. Eso me empezaba a hacer difícil el desplazamiento, aunque está claro que le quitaba presión a mi trabajo y aumentaba mis posibilidades.
En un momento, gran cantidad de movileros se arremolinaron, rodeaban a Ricardo Casal, el por entonces ministro de Justicia, que se encargaba de desmentir versiones sobre supuestos incidentes. Yo, distraído, miraba como si se tratara de un encuentro cercano del tercer tipo o algo por el estilo. ¿Pero en qué carajo pensaba?, ¿acaso no era yo uno de los enviados especiales?, tardé unos segundos en advertir que ese también era mi lugar “profesional” y allí me zambullí con la masa, mientras sostenía con mi brazo estirado el grabador lo más cerca posible de la boca del entrevistado. Un rato después, el que habló fue el jefe de Gabinete, Alberto Pérez, y ahí yo ya estaba entre los más cercanos y apuntaba mi cara, de frente, hacia las cámaras de varios canales. Me reía para mis adentros y pensaba en la sorpresa que se llevaría algún conocido que me viera en ese momento por la televisión.
Hice algunas salidas más con apuntes que había colectado aquí y allá, hasta que la capacidad de la carpa se vio colmada por completo. Observé que pasaba por ahí Raúl Pérez, el jefe del bloque de diputados provinciales del FPV; me acerqué a él, celular en mano, y le solicité sacarlo al aire: me miró sorprendido, me conocía de mi pasado como asesor en la Comisión de Salud y también por mi matrimonio con Olguita, legisladora igual que él. Le expliqué, entre risas, mi nueva ocupación y también le recordé que yo había sido el cirujano de su exesposa en más de una oportunidad. Establecí por fin la conexión y presenté, de manera breve, a mi entrevistado; Mario siguió la nota desde estudios centrales. Sentí que mis logros iban in crescendo.
Todo el mundo esperaba la llegada de los ganadores: Scioli, Mariotto y, por supuesto, Karina, mi objetivo supremo.
“Ponelo al aire a Nicolás Scioli, que Mario quiere saludarlo” fue la indicación que me llegó desde la FM. En mi vida lo había visto al hermano del gobernador, ni siquiera sabía que existía. “Está a la derecha del salón, mirándolo de frente”, me orientaban, auxiliados por las imágenes de la televisión. Empecé a caminar con el teléfono en la oreja mientras preguntaba en voz baja si alguien conocía al personaje. Al ratito ya gritaba a voz en cuello: ¡Nicolás Scioli!, ¡Nicolás Scioli! Tuve que repetirlo varias veces hasta que apareció. Me resultaba curioso comprobar cómo ante una situación inédita y rodeado de desconocidos, había perdido, de manera rápida, mis inhibiciones.
Cinco minutos más tarde, me bajaron la consigna de sacarlo por la radio a Alberto Samid: desde Buenos Aires rotaban las entrevistas en los distintos bunkers, guiándose por lo que mostraban en directo todos los canales de noticias. Al tipo lo conocía bien, pero estaba ubicado justo en la otra punta de la carpa; llegué hasta él después de atravesar un mar de gente y ni bien le ofrecí el celular contándole que iba en directo con Mario, el gordo me agarró el BlackBerry y empezó a caminar. Hablaba a los gritos. Estaba súper entusiasmado con la nota, no paraba de dar explicaciones y anticipar medidas de gobierno; parecía que a cada instante aceleraba el paso y yo corría detrás de él, a los saltos, como si fuera un perrito faldero.
Ya cerca de las veintiuna horas y con el resultado asegurado por completo, apareció por fin la fórmula elegida y el quilombo del búnker llegó a su punto culminante. Aproveché el momento en que comenzó su discurso Mariotto y, con discretos codazos, me arrimé al escenario, tenía siempre en la mira a Karina, la niña de mis ojos. Lucía preciosa, aunque se le notaba la cara de cansada: muy delgada, tenía el pelo recogido, poco o nada de maquillaje y un vestidito gris sencillo y elegante; estaba hermosa y natural, sí, pero también distante.
El final de cada frase era celebrado de manera ruidosa por todos los presentes: saltaban con los dedos en “v”, mientras coreaban las consignas, y el ambiente tomaba, de manera muy rápida, mayor temperatura. Cerró el vice y empezó el discurso del gobernador. Con cada ovación, el aplauso se generalizaba, mas yo, que me acercaba al escenario, me mantenía callado y en calma, como si escuchara recitar a un poeta. Sostuve mi postura neutra hasta la apoteosis del final, lo hice sin que eso me generara culpa alguna, ya que el orador no me despertaba ninguna simpatía; sin embargo, de tanto en tanto, alguna mirada de los que me rodeaban, y que yo interpretaba como interrogativa o desafiante acerca de mi indiferencia, conseguía despertarme algunos temores. A eso respondía con una reafirmación de mi postura, trataba de dejar bien claro, con mínimos gestos, algo así como: “flaco, ¿no te das cuenta que soy un periodista?, lo mío es muy simple, se llama actitud profesional”.
Con las últimas palabras de Scioli, se desató el gran quilombo. Para cuando logré ubicarme justo debajo de la Rabolini, ya la marchita atronaba el ambiente. Mientras el gobernador y su vice saludaban al público con sus brazos en alto y se abrazaban con los que lograban llegar hasta ellos, la primera dama empezó a besar a todas las criaturas que le subían. Los periodistas en su totalidad, se fueron en masa -como muy bien me lo había anticipado Mario- sobre los ganadores, cercándolos con sus micrófonos. ¡Era el momento! ¡Mi oportunidad para alcanzar el estrellato! Ahora sí, ¡vamos por todo!
Tropecé ahí, dicho esto en forma literal, con la primera de las dificultades: el escenario era altísimo, me quedaba casi por la cintura y, por más esfuerzos que hiciera, me era imposible encaramarme. La gente, enfervorizada, alzaba los pendejos, unos tras otros, para ofrecerlos al beso de Karina. Empezaba a desesperarme, temía que se me escurriera la ocasión, apoyaba un pie en la tarima y saltaba, pero no había caso; repetí la operación un par de veces y opté por aferrarme a la única posibilidad que me quedaba.
“Señora, por favor, ¿me empuja?” -le dije a la vieja que tenía a mi derecha, mientras seguía con mis inútiles intentos.
“Dele señora, ayúdeme” le repetí en tono suplicante.
No creo que la haya conmovido, para mí que fue el factor sorpresa, pero la mujer me apoyó sus manos en el culo y me dio el empujón que yo necesitaba; alcancé a escuchar que me gritaban cosas como: “¡bajate, cholulo!” o “¡rajá de ahí, viejo boludo!, ¿no ves que besa a los pibes?”. Pero yo ya estaba arriba y me importaba un carajo lo que me decían. Me di vuelta y, mostrándoles el celular, casi que les grité: “¿qué les pasa?, ¿no se dan cuenta que soy un periodista?, subo para hacerle una nota a la Rabolini”, señalándola a Karina que seguía con el besapibes.
Me planté frente a ella en medio del barullo y, después de unos segundos, levantó su vista, me miró sin verme y, con la misma inercia que traía, me agarró de los hombros y me chantó un beso en la mejilla. Era para morirme, fue evidente que ella tampoco advertía en mí una actitud profesional, creo que me sentí tan insignificante como un toallón de baño.
Me recompuse y llamé a la radio. Por suerte me atendieron de manera instantánea.
-Hola, la tengo a Karina al lado mío para salir al aire -grité lo más rápido que pude, mientras cubría el teléfono y mi boca con la mano izquierda.
– ¡Buenísimo, capo!, ni bien puedas se la pasás a Mario.
Estaba ahí, inmóvil, y ella seguía con los chicos y los besos, hasta que volvió a mirarme y levantó las cejas, interrogativa.
-Karina, ¿podemos sacarte al aire?, para el programa de Mario Caira de la noventa y dos punto tres de Capital -largué la frase ensayada mil veces, con toda naturalidad. Ella asintió con su cabeza y le pasé el celular, que se llevó al oído derecho para continuar, sin pausas, con la rutina de los besos.
Pasó un pibe, y otro, y otro y seguían alzándolos… empezaba a pasar el tiempo y yo veía que no decía una palabra. Estaba parado frente a ella, petrificado, sin entender qué carajo pasaba. En un momento y en medio de un bochinche infernal giró su cuello, me enfocó, enarcó las cejas, apretó los labios tirándolos para adelante, levantó sus hombros y me mostró la pantallita: “no anda, no sé qué le pasa”. Tomé el BlackBerry y lo miré: habían desaparecido todos los caracteres, estaba en blanco y solo se veía un reloj de arena, en el centro, que no paraba de girar. No dejé tecla ni botón sin tocar, lo hacía con furia, lo sacudía, intentaba apagarlo o prenderlo o quemarlo, pero no podía hacerlo reaccionar. Karina siguió como si nada. Yo puteaba en arameo por lo bajo y tuve el impulso de pisar el celular y saltarle encima hasta destruirlo por completo. Empecé a girar sobre mí mismo sin sacarle los ojos de encima a la pantalla. Sentí que me apoyaban una mano en el hombro.
-Doc, qué sorpresa verlo por acá -era el Chino Tapia, conocido mío y exjugador de River, Boca y la Selección devenido, por entonces en Subsecretario de Deportes. Le expliqué, de manera rápida, para quien cubría y lo que me pasaba con el celular.
-Están bloqueadas todas las señales, no se haga mala sangre, doc, en un ratito seguro que vuelven.
Esperé unos minutos, dos o tres, y al ver que la cosa no tenía remedio y que para la Rabolini yo ni existía ni había existido, me bajé como pude y me fui para la salida, despacito y por la orilla como sulky sin patente.
Llegué a mi auto, lo abrí, me senté y me quedé ahí con las manos aferradas al volante y la mirada perdida. Había sido una derrota durísima, impensada. Puse la llave en el contacto y, antes de girarlo, se me ocurrió darle una última mirada al celular, que estaba tirado sobre el asiento del acompañante. El hijoderemilputas mostraba ahora todas las barritas, con la máxima intensidad de la señal, “no está todo perdido”, pensé.
Me comuniqué de inmediato con la FM, les expliqué lo sucedido y les propuse intentarlo de nuevo. Ni alcancé a escuchar la respuesta, ya caminaba a los saltos, diría que corría hacia la casa de gobierno.
Entré a la carpa casi a la carrera, quedaba ya muy poca gente y los que estaban en el escenario se retiraban por uno de los laterales. Conseguí treparme otra vez. Scioli y su vice habían desaparecido, solo ella seguía allí atendiendo a un par de cronistas que caminaban a su lado.
Estaba a menos de dos metros, “Karina…Karina…”, intenté detenerla llamándola en un tono discreto. Parte de su pelo se había desprendido y un largo mechón rubio cubría el lado derecho de su cara. ¡Qué linda estaba!
-Karina -insistí, elevaba mi voz. Por fin me escuchó, giró su cabeza y me miró.
-Karina, soy yo, ¿te acordás?, para la noventa y dos punto tres, de Capital -me envalentoné. Estiró hacia mí su brazo, su mano y sus dedos larguísimos, como pidiéndome que la esperara un instante.
Fue el minuto fatal, me detuve y llamé a la radio. Ahora sí, ya no se me escapaba más, la tenía picando en la puerta del arco y el arquero caído, pero, con el celular pegado a la oreja y el corazón galopándome a mil, escuché un vozarrón que todavía hoy me provoca pesadillas, me despierta sobresaltado en medio de la noche, alguien que gritaba “¡vamos!” de modo imperativo. Levanté la vista y vi a un hijo de puta que la agarraba a Karina del brazo y la tiraba para adentro. Mientras se la llevaban a la rastra, ella se dio vuelta hacia mí, juro que se dio vuelta y me miró, encogió los hombros como pidiéndome disculpas, fue la última imagen que me quedó de ella y de sus ojitos tristes… antes de perderla de vista para siempre.
– ¿Hola?, ¿Alberto?, Alberto, ¿sos vos…? – era la voz de Claudia, la productora del programa, pero no le pude contestar. Tenía cerrada la garganta y un puñal clavado en el medio del pecho, no me salían las palabras. Apagué el teléfono y me fui para casa.