Sucedió con uno de los tantísimos videos que nos llegan a diario, a través del WhatsApp. Este trataba sobre cómo prevenirnos del Alzheimer y proponía la realización frecuente de cuatro ejercicios. Uno prescribía verbalizar palabras y colores en forma simultánea, otro con números, un tercero con gestos realizados por las dos manos a un mismo tiempo y el último, el más difícil, llevar adelante gráficos con lápices en sendos papeles divorciados.

Realicé las cuatro ejercitaciones con bastante dificultad, cargado de ansiedad y con la angustia de que podría llegar a descubrir que me encuentro dentro del universo de los portadores de un proceso degenerativo. Era media mañana.

Hasta ahí, digamos, la cosa fue por carriles más o menos normales hasta que se me ocurrió poner en práctica los consejos que vuelca en el final.

Me lavé los dientes otra vez, ya lo había hecho al levantarme, ahora con la izquierda y luego me metí en la ducha con los ojos cerrados, esa era la consigna, abrí las canillas y me dejé estar, un buen rato, mientras disfrutaba del agua caliente corriendo por mi espalda. Al mismo tiempo, trataba de hacer cálculos matemáticos, recordar algo del teorema de Fermat de 1637 y enunciar listados de nombres de mis compañeros del Liceo, ordenados por orden alfabético, todo suma, pensaba.

Con seguridad fue eso lo que me distrajo y cuando escuché que se abría la puerta del baño y sentí pasos en dirección a la bañera cometí un error que, a la postre, habría de serme fatal. Olvidé que, producto de su reciente esguince, mi esposa no está yendo a trabajar y se queda todo el día en casa, obligada al reposo.

Mientras mantenía los ojos cerrados, con los párpados muy apretados y una franca sonrisa cruzándome la cara, exclamé: “Ya estaba terminando de ducharme Leonilda” –tal es el nombre de la chiquilina que nos ayuda a diario con los quehaceres de la casa – “hoy demoraste una eternidad para subir, ¿qué te pasaba nena?, ¿estabas muy ocupada?” –me doy cuenta ahora que, en ese momento, me reía con una risa estúpida – “envolveme con el toallón como vos ya sabés, empezá por secarme con un abracito y…”

No terminé la frase. Sin advertir de quién ni de dónde venía recibí un terrible mandoble que me desparramó e hizo que pegara con la nuca contra los cerámicos, perdiera el conocimiento y terminara, por fin, en la guardia de un hospital cercano.

Recién se va el neurólogo que me examinó, ha debido repetirme varias veces, ante mi insistencia, que no ve en mí signo alguno de Alzheimer y que, por fortuna, la resonancia no muestra hematomas. No obstante – esto me lo aclaró muy bien – a tenor de los hechos y los comentarios escuchados ve muy difícil que alguien venga a buscarme y mucho más complicado aún, que pueda acercarme, en algún momento, a retirar algunas pilchas de mi domicilio.