Hoy se conmemora -en todo el mundo- el Día del Amigo. Se escribe así, con mayúscula en ambas palabras, porque es una celebración. Pertenezco al universo de los que comienzan esta jornada con la impaciencia, quizás la pesadumbre, de aquellos que suponemos por delante la cansadora tarea de devolver, contestar, grabar o escribir un montón de mensajes.

Avanzado el día -todos los años me sucede lo mismo- mi ánimo y sobre todo mi espíritu se van fortaleciendo. Las alegrías, la emociones, los recuerdos, alguna sonrisa y también una lágrima, me van templando el alma.  Al detenerme y repasar, uno por uno, los hermanos de afecto que he podido sumar en mi vida, los que hemos y nos han elegido, aparecen -invariablemente- aquellos que ya no están físicamente pero cuyo recuerdo habitará por siempre en nuestro corazón.

Hace exactamente dos meses, un día 20 como hoy y en esta misma hora, las 22.00 clavadas (mi viejo fue tripero hasta el último aliento, me remarcó muy bien Marina, aludiendo -de manera muy clara- a la famosa “Veintidós”), murió Gustavo, o Gus, como solíamos llamarlo a mi entrañable amigo.

Tuve la primera noticia de su enfermedad en los últimos días de febrero. Percibí, de manera inmediata, la gravedad que implicaba su cuadro, el poco tiempo de vida que le quedaba por delante. El dolor me atravesó muy fuerte. Me propuse acompañarlo y visitarlo todo cuanto pudiera -también hacerlo con sus hijas-, reconfortarlo, aliviarlo, contenerlo.

A punto de iniciar con Kiki un viaje de alrededor de un mes, pasé a verlo por el sanatorio, en Terapia Intensiva.  Encontré a mi amigo somnoliento, respirando tranquilo, aunque con sus sentidos bastante deprimidos.  Sabía que ya no volvería a verlo, tenía la certeza que era una despedida y -a mi manera- procuré dejarle algo mío, un símbolo de aquello que con tanta pasión nos había unido y que yo deseaba que siguiera -por siempre- muy cerca de su mano. Apreté en su puño una pelotita de golf y una notita que decía más o menos así:

En la mañana del miércoles 21 de mayo, en el tren que nos llevaba a Roma desde Lecce, el mensaje de Marina, la mayor de sus hijas, me anotició de su fallecimiento. En ese momento pensé en escribir esto. Recién hoy puedo sacarlo afuera y ponerlo en palabras después de un largo día de muchas y dulces sensaciones.