Estamos volando hacia Ezeiza y aprovecho estas larguísimas e interminables horas para relatarles la última aventura.

Si algo le faltaba a este viaje que, para nosotros y por muchísimos motivos, será inolvidable, fue la adrenalina de las últimas horas (como consecuencia de ello Kiki y Julián permanecen desde antes del despegue en un verdadero estado comatoso).

Llegamos a Istambul ayer, desde Madrid, alrededor de medianoche. A pesar de haber repasado un par de veces las instrucciones de los pasos a seguir llegados a Atatürk, la cosa no resultó para nada sencilla. Terrible quilombo ese aeropuerto, con la inmensa mayoría de su personal que solo habla turco y desconoce alegremente cualquier dato, persona, mostrador o circunstancia que se ubique más allá de lo que alcanza su mirada. Con mucha zozobra y no pocas discusiones de grupo (el chiquitín se nos ha puesto a la par y en ocasiones nos sorprendió tomando él la delantera, haciendo gala de su robusto inglés) llegamos por fin al hotel desk de Turkish Airlines y esperamos con un contingente bien heterogéneo el traslado hasta el destino prometido, un cinco estrellas de la empresa donde pasar la noche para emprender por fin el último tramo hacia Ezeiza.

Ingenuos de nosotros, a las 2 am. nos subieron a un bus grande y moderno.  El chofer demoró unos cuantos minutos la salida, ¿el motivo?

Pedía a gritos, en turco, que alguien del pasaje le facilitara un cable Samsung para su celular de manera tal que eso le permitiera valerse de Waze, Google Map o algo por el estilo. Solucionado por fin este pequeño inconveniente, arrancamos, Julián y yo abrazados a los carry ones apoyadas sobre nuestras rodillas por falta de espacio para el equipaje.  Lo que suponíamos un corto trayecto en las cercanías, se fue prolongando y prendió las alarmas con la primera detención junto a un taxi. Fue en ese momento cuando todos, azorados, fuimos testigos del diálogo a gritos, incomprensible, en el que nuestro conductor solicitaba ayuda para encontrar el rumbo.

No hacía falta que aclarara que estaba perdido, cualquiera lo advertía con solo verlo pasar una y otra vez por los mismos lugares, los mismos hoteles, los mismos restaurantes, los mismos carteles luminosos. Era evidente que había partido con la instrucción previa de depositarnos en un Hilton. En determinado momento de esa gira insólita, atracó en uno de ellos y haciéndonos señas de que lo esperáramos bajó con un papel en mano y se lo mostró a un empleado en la cabina de ingreso: gesticulaba y sacudía el pelpa como loco. “Llegamos” le dije yo a Julián. ¡Iluso! A los dos minutos volvió, se sentó al volante y arrancó igual que como veníamos. El tiempo corría y nuestra incertidumbre crecía a la par; yo hablaba en voz alta, unas veces en broma, otras enojado y eso permitió que el único compatriota que nos acompañaba, Guillermo, pudiese identificarnos: cuatro argentinos perdidos en la madrugada de Istambul junto a ucranianos, españoles, africanos de variado origen, polacos, también turcos y vaya uno a saber de cuantas nacionalidades más.

La hago corta, recalamos pasadas las 3 am. en otro Hilton impecable, opulento, aunque fantasmalmente desierto. Por suerte apareció un tipo con cara de despabilado, angloparlante, y puso cada cosa en su lugar en medio de una escena verdaderamente babeliana. Kiki solicitó prioridad en la atención para los argentinos habida cuenta que nuestro vuelo debía reanudarse en unas pocas horas (los destinos eran muchos y muy variados, pero con un margen mayor para el descanso). El conserje nos aclaró que no tenía ninguna referencia desde Turkish y que desconocía si alguien vendría por nosotros y mucho menos que menos, a qué hora. Con ese panorama y el tuje fruncido salimos por fin desde la recepción hacia nuestra habitación triple, digna de un cinco estrellas.

Estaba escrito que ningún trámite nos sería sencillo esa noche. Abordamos una de las cuatro cabinas elevadoras, inmensas, flamantes; lo hicimos en compañía de Guillermo, se había creado una comunión entre los cuatro que debíamos abordar el vuelo hacia Argentina a las 8.40 am., nosotros nos alojaríamos en una habitación del tercer piso, él en una del quinto, el que primero tuviera alguna noticia de nuestro traslado al aeropuerto avisaría de inmediato. Marcamos los botones 3 y 5, las puertas se cerraron, pasaron unos segundos y volvieron a abrirse, estábamos en el lobby, exactamente en el mismo lugar. Repetimos la operación tres o cuatro veces, cada vez hundiendo con más fuerza las teclas y tocando de paso y por las dudas varios otros botones, al tun tun.

El ciclo volvía a repetirse: nos despedíamos de un grupo de españolas, misioneras al Congo, con mucha buena onda y a los diez segundos se abrían las puertas y nos topábamos con sus caras de asombro que daban paso a la carcajada.

Avergonzados, molestos, estábamos a punto de recurrir nuevamente a la conserjería para pedir ayuda. Fue Julián, por fin, quién resolvió el misterio. “Papá, hay que pasar la tarjeta de la habitación por esa lectora, ahí te habilita para marcar el piso”, tal cual, el benjamín había dado en la tecla, nunca más apropiado el término. Nuestro cansancio y la ansiedad sumados a la incertidumbre no nos permitían ni siquiera observar carteles, llamadas o instrucciones. Permanecíamos en un estado raro, de angustia contenida, zozobra, estupor, cansancio y también risa fácil.

Optamos por ducharnos antes de dormir y yo, despabilado por el acelere, fui el último en hacerlo, cuando ya Juli y Kiki, rendidos, se habían metido en sus camitas. Seguí su camino, previa ingesta de medio zolpidem (un inductor del sueño). El reloj marcaba, exactamente, las 4.32 am.

La estridencia de la campanilla del teléfono en mi mesa de luz me sobresaltó, no sé si las luces se prendieron solas de manera automática (se cuentan por miles los adelantos tecnológicos que ignoro a la fecha), o si lo hice yo en un acto reflejo, pero a los cinco segundos Kiki y yo corríamos por la espaciosa habitación tratando de guardar nuestras cosas, organizando las mochilas, verificando la tenencia de los pasaportes y tarjetas de embarque y gritándole a Julián para sacarlo del desmayo, mientras nos cepillábamos los dientes, hacíamos pis y nos lavábamos la cara, todo a un mismo tiempo. El reloj marcaba entonces, impiadoso, las 5.25. Solo alcancé a entenderle a quien me llamaba que un transfer nos esperaba abajo.

Lo que siguió transcurrió, para fortuna nuestra, por los carriles habituales, el avión despegó con unos cuarenta minutos de retraso y yo vengo con un par de marmotas tiradas a mi lado que, por el momento, parecen irrecuperables.

Aprovecho para mandarles un abrazo fuerte, la pantalla me informa que estamos aun sobrevolando África y que nos restan todavía unas 7 horas para hacer escala en San Pablo.

                    28 de julio de 2018, 18 hs., a bordo del vuelo TK 15 de Turkish Airlines