“Si te faltan médicos, sean tus médicos estas tres cosas: mente alegre, descanso, dieta moderada” del Régimen sanitatis Salernitanum (siglo XIII)
Querido amigo:
He leído con regocijo tu extensa carta, en la que me informas –derrochando optimismo– acerca de los últimos acontecimientos. Muy al pasar, en sólo un par de líneas, y casi sin relación alguna con el resto, mencionas que tu médico de cabecera te ha diagnosticado una dolencia, y que la misma requerirá –en un futuro próximo– de alguna intervención quirúrgica.
Recuerdo nuestras extensas charlas al respecto, cuando vivías por aquí, las largas sobremesas y todas las preguntas que me hacías orientadas a la elección de un cirujano para el hipotético caso que tuvieses que recurrir un día a sus servicios.
Creería, por lo que me cuentas, que ese momento ha llegado y me tomo el atrevimiento de acercarte algunas reflexiones al respecto:
Para empezar, me parece oportuno citar al genial Arnau de Vilanova, médico escolástico, considerado por Pedro Laín Entralgo como “la más interesante y rica figura de la medicina medieval” (tengo presente como te atraen estas referencias biográficas). Decía el valenciano-catalán, en sus “Cautelae medicorum”, a fines del siglo XIII: “Médico, cuando seas llamado por un enfermo, pon tu confianza en el nombre del Señor”, y agrego yo a principios de este siglo XXI y desde la sufrida mirada de un ciudadano de este lado del mundo: cerciórate además de tener la cuota al día de la obra social, que la práctica a la que te someterás esté debidamente incluida en el PMO (Plan Médico Obligatorio), y que en el día fijado para la intervención no vayan a llevarse a cabo paros médicos, sanatoriales o de enfermería.
Si estas condiciones fueran superadas, mi querido amigo, procura entonces encontrar un cirujano culto e interesado por el conocimiento, que esté informado de la mayor cantidad de cuestiones fuera de la medicina; los seres así resultan en general personas más completas y profundas y, en líneas generales, su sensibilidad se encuentra más desarrollada. ¿Es dable esperar que quien demuestra pereza para la lectura pueda ser acaso un gran estudioso de la medicina?
Aléjate cuanto te sea posible de aquellos que se jacten de no temer a nada; pocas cosas tan peligrosas transitan este mundo como un cirujano que no experimente miedo alguno ante los desafíos. Es inmensa la brecha que separa a un demente de un tipo valeroso, como inmensos son los daños que el primero puede provocar al blandir en su mano enguantada un bisturí.
Por parecidos motivos, te aconsejo poner distancia de aquellos cirujanos que no titubean ante lo desconocido, de quienes no reconocen barreras a la experimentación, en particular si la misma se lleva adelante sobre las personas. Los avances de la tecnología médica, como los que se emplean hoy en día en quirófanos o unidades de terapia intensiva, promueven nuevas situaciones que, ubicadas en el límite de lo biológico, de lo psíquico, de lo filosófico y de lo jurídico, pueden llegar a desdibujar la esencia de lo humano. Resulta imprescindible que aquel que tome la responsabilidad de atenderte, sea capaz de plantearse ciertas consideraciones éticas ante cada acto médico.
Deviene obvio mencionar la importancia que adquiere la formación técnico-médica, algo difícil de evaluar con justeza por el propio paciente, de manera corriente alguien que es lego en la materia. Recuerdo al escribirte esto la frase pintada en los vidrios de la Cátedra de Anatomía, cuando la cursé en los años sesenta y que juzgo suficientemente ilustrativa al respecto: “Los cirujanos que no conocen la Anatomía son como los topos, trabajan a ciegas y cubren sus trabajos con tierra”.
Qué decirte de los que gustan de criticar con dureza a sus colegas, de los que con facilidad encuentran errores en las tareas de los semejantes, o de aquellos que –para peor –proclaman con incomprensible orgullo una total carencia de maestros. Esos profesionales, no es muy difícil deducirlo, no aceptarán por ningún motivo la posibilidad de cometer algún error y al renegar de sus mentores exhibirán –cuanto menos –una inadmisible falta de formación o de memoria, en cualquier caso, características nada recomendables a la hora de entregarles el cuero.
Habrás tenido la posibilidad de conocer a médicos que exhiben las paredes de su consultorio y sala de espera abarrotadas de diplomas: prolijos cuadritos, de todos los tamaños, enmarcando las más diversas certificaciones. Nada de malo veo en ello, aunque tampoco –en mi opinión –agregue demasiado. De algo sí estoy plenamente seguro: no hay curso, seminario o congreso que pueda reemplazar la carencia de un cálido apretón de manos, una mirada comprensiva, una actitud de escucha inteligente o una palabra tierna y oportuna. Si cualquiera de estas cosas faltara, comienza a pensar en procurarte otro galeno.
Cuando creas haber encontrado al elegido, habrás de prestarle atención a sus modales y a la prolijidad y pulcritud que muestre en su arreglo. No dejes de mirar con detalle sus manos y la soltura y naturalidad que estas delaten en sus movimientos; piensa que cuando palpan en lo profundo del campo operatorio, sienten y ven, son –aunque tú no lo sepas– los principales ojos que tiene el cirujano. Observa con detenimiento cómo gesticula, si exhibe armonía en sus desplazamientos, si su guardapolvo está manchado, tiene el dobladillo o los bolsillos descosidos, o si conserva completos todos los botones, si su corbata –en caso de tenerla– está bien anudada, o es sólo un cacho de tela estrangulado sobre la camisa. ¿Crees acaso que éstas son frivolidades? ¿Supones que quien es torpe, ampuloso o brusco con sus movimientos, será delicado y preciso cuando te intervenga? ¿Consideras posible que aquel que no es prolijo, limpio y cuidadoso con su propia ropa, será todo lo contrario dentro de un quirófano o dentro de tu panza?
Un comentario aparte merece la paciencia, cualidad que debe ponderarse en todo cirujano; ¿cuántos colegas, alguna vez, ante una cirugía prolongada y tediosa, teniendo dudas sobre si cortar o no un elemento, han cerrado sus ojos dejando correr su filosa tijera, sin cesar de animarse a sí mismos, musitando entre dientes “plata o mierda”.
Desconfía siempre de aquel que no es totalmente franco en sus informaciones, del que, al ocultar un mal pronóstico o una noticia dura, subestima tu inteligencia y tu valor. Reconoce, por contrario sensu, a quien responde sólo hasta donde tú has preguntado, satisfaciendo tu curiosidad, sin dejar de respetar por esto el derecho a no enterarte de aquello que no quieres o no deseas escuchar. El manejo de la comunicación que debe ejercer un cirujano es algo que merece ser aprendido y desarrollado con el mismo celo y dedicación con el que se lleva adelante una compleja cirugía.
Con relación al acto quirúrgico, existen posturas encontradas acerca de cuál es el mejor ambiente que debe instalarse en el quirófano: los hay que sostienen, y no sin parte de razón que, tratándose de un trabajo, de algo cotidiano, quienes por allí andan están habilitados para escuchar música, hablar por teléfono, comentar la política, alabar las dotes amatorias de una residente o discrepar con fuerza sobre el resultado del último partido de fútbol. Yo adhiero a los más “recoletos” y reconozco en ello una fuerte influencia de mi viejo. Para ese “templo” prefiero a todas luces una sala tranquila, muy poco transitada (me parece ideal con la puerta cerrada), celulares apagados y –si fuera posible– con el anestesiólogo esposado a la mesa y la enfermera asistente encadenada a la instrumentadora. Estimo que, llegado el caso, tu aspiración tendría que orientarse a ser operado en un contexto cuasi de liturgia; está claro que al transmitirte esto no estoy pensando en que te conviertas en la sangre y el cuerpo de Jesús, y muchísimo menos todavía –habida cuenta de lo que te quiero– en que la ceremonia acabe transformándose en una misa de cuerpo presente.
Una consideración final, amigo, para no hacer muy latosos los consejos. Existen –en mi opinión– dos condiciones personales de las que no debería carecer un cirujano, la primera de ellas, sin ninguna duda ineludible: no temer a la muerte, no me refiero a la propia, que en todo caso es una cuestión que no hace de manera directa a la relación con el paciente, sino a la de éste. Sucede, y es lamentable comprobarlo, que renombrados profesionales, diestros y acreditados en su práctica, enfrentando situaciones que escapan al control, ante enfermos que, a pesar de todo, han consumido todas las posibilidades conocidas desde lo terapéutico y a quienes la ciencia médica parece no poder ofrecerles ya ninguna alternativa, optan por esconderse, por desaparecer, por borrarse y bajar sus brazos derivando en otros la última asistencia. Desconocen, muestran su pavura, o se declaran incapaces ante la evidencia de que cuando “no hay nada más que hacer” quedan todavía muchas cosas trascendentes por brindar: acompañar, calmar, consolar, contener, asistir…podría escribirte veinte verbos más. La segunda condición, no menos importante, aunque no imprescindible, es que el médico no carezca de humor: no te imaginas como ayuda este sentido en la relación con el paciente, no sólo porque revela inteligencia en quien lo posee, sino porque además permite aligerar trances difíciles acompañándolos de una sonrisa.
Para terminar, no tientes al destino insistiendo con ser intervenido, no subestimes los riesgos porque no hay operación, por más pequeña o sencilla que parezca, que prescinda de ellos; recuerda el conocido epitafio que reza: “Aquí yace un español, que estando bueno quiso estar mejor”. Si la mala fortuna hiciese –no obstante– que tu cargosa obstinación no encontrara por último un buen cirujano y un mejor final, podrás optar por una lápida como la que se encuentra en un cementerio yanqui en Minnesota: “Fallecido por la voluntad de Dios y mediante la ayuda de un médico imbécil”.
Comencé con Arnau y concluyo con él: “Vete y no peques más, no vaya a sucederte algo peor”, y recuerda por siempre aquello que decía mi admirado Goscinny: “No hay cura posible para quien no ama reír”.
Tuyo, affmo. Alberto.