a Marcelo Giergoff
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Menos tu vientre
todo es oculto,
…
Para la libertad, mis ojos y mis manos
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.
…
Miguel Hernández
Tipo buenazo Edmundo, lo conocí en agosto del 98 y lo operé –por primera vez– un viernes a la tarde, a principios del siguiente mes. Portador de una lesión maligna incipiente, ubicada muy próxima al ciego, hube de someterlo a una hemicolectomía derecha –la resección de la mitad homónima del intestino grueso– con el propósito de lograr la curación definitiva.
En los planteos previos, no debía extenderse la hospitalización mas allá de entre cinco y siete días, teniendo en cuenta que esa cirugía es habitualmente muy bien tolerada y no le acarrea demasiados trastornos al paciente; no fue este un dato menor a la hora de fijar la fecha de la operación, ya que a mediados de septiembre tenía yo agendado un viaje a San Pablo, por unos cuatro días, para concurrir al Congreso de la Asociación Latinoamericana de Cirugía Endoscópica.
Pero, cirugía al fin –y bastante importante–, transcurridas setenta y dos horas del posoperatorio, comenzaron los primeros indicios de que algo no funcionaba bien dentro de la panza del enfermo.
El abdomen distendido sumado a la no eliminación de gases ni materia fecal, hablaba a las claras de que la parálisis intestinal –absolutamente normal en las primeras horas o días de una operación como la realizada– se prolongaba indebidamente como exponente de una dificultad.
Se pusieron en marcha todos los recursos disponibles, análisis de sangre, radiografías y medicación, se mantuvo abierta la sonda nasogástrica y se tranquilizó al paciente y su familia, que empezaban a exhibir comprensibles gestos de preocupación.
La cosa, así, no mejoraba para nada, diría que empeoraba y no podía precisarse la causa concreta de la complicación. Decidí bajarlo al Servicio de Rayos para efectuarle una tomografía computada, y de la observación conjunta con los especialistas, surgió la presencia de una imagen compatible con lo que seguramente sería un absceso, próximo a la zona de la anastomosis.
Solo me tomé unas horas para regresarlo al quirófano y reintervenirlo: fue una cirugía breve realizada a través de la laparotomía existente, destinada a evacuar una pequeña colección de pus, lavar en abundancia y volver a cerrar como correspondía.
Edmundo pasó a la sala de Cuidados Intensivos y yo, después de aclarar debidamente las cosas con los familiares y asegurarme de que los colegas con los que lo había reoperado se hiciesen cargo de su seguimiento, partí al día siguiente hacia Brasil.
Me mantuve, durante los cuatro días de mi estancia allí, informado –telefónicamente– de cuanto acontecía con mi enfermo; de regreso en La Plata, a poco de llegar yo y a favor de una buena recuperación, éste comenzó a ingerir alimentos, al principio líquidos y más tarde sólidos, reinstalado ya en una habitación del cuarto piso.
Lejos de terminar, acá empezó la historia; por algún punto de la herida operatoria, que mostraba signos de buena cicatrización, comenzó a salir, primero en forma escasa y luego mucho más abundante, material oscuro, espeso y maloliente: ni más ni menos que materia fecal. Se había producido una fístula entero-cutánea. Esta complicación, ligada sin dudas a la cirugía, suele aparecer con muy poca frecuencia en el posoperatorio y cuando se origina en un segmento bajo del intestino, como era este caso, no compromete la vida del paciente, aunque –fácil es comprenderlo– provoca en éste no sólo una tremenda limitación e incomodidad sino qué, como sucedió con el pobre Edmundo –hombre sencillo y bastante pusilánime–, sume a quien la padece en un cuadro de angustia y verdadera depresión.
Comenzaron para mí días muy complicados: debía brindar a diario verdaderas “conferencias de prensa”, enfrentando la requisitoria tenaz y persistente de los hijos: dos mujeres y un varón qué –con mucho respeto–, me acorralaban –comprensiblemente– con todo tipo de preguntas.
El estado general podría decirse que era bueno, pero el abatimiento, el desgano y la falta de apetito más la injuria que supone recibir dos cirugías en muy poco tiempo, contribuyeron a bajar sus defensas y se sumaron así nuevas complicaciones.
Apareció un cuadro pleural, con un derrame en el lado derecho, que obligó a interconsultas con el neumonólogo para descartar –entre otras cosas– una tuberculosis subyacente.
La pérdida fecal se controlaba a duras penas, adaptando diferentes bolsas como las que se usan en los anos contra natura y eso me obligaba a crecientes esfuerzos, no sólo por la anfractuosidad de la piel cercana a la herida, sino porque cambiaba permanentemente el sitio de salida, llegando en algunos momentos a duplicarse la boca fistulosa.
La cosa no tenía miras de mejorar en lo inmediato. Consciente de ello me le planté al paciente y ante él y su esposa –una mujer amable y tolerante– les expuse lo que me parecían las alternativas.
–Vea Edmundo, ya lleva casi dos meses internado, se han presentado más de una complicación y la fístula no va a cerrar así nomás; usted demuestra cada día mayores signos de “hospitalismo” *, por lo que yo estoy convencido que, si no vuelve rápido a su casa, esto difícilmente vaya a mejorar – le planteé con crudeza.
–Pero doctor –el pobre hombre, de acento provinciano, usaba un tono quejoso al hablarme- y que voy a hacer con estas cosas… –se señalaba la panza con un gesto de profundo rechazo– como hago para pegarme yo las bolsas sin usted o sin las enfermeras, mi señora no…
– Escúcheme mi amigo –lo corté– usted tiene que dejar el sanatorio ya, me entiende, en cuánto a la fístula y todo lo que hacemos para contenerla, déjelo por mi cuenta, yo voy a ir hasta su casa todas las veces que sea necesario -me comprometí, conocedor cabal de cuales era mis obligaciones.
No le había dejado demasiadas variantes para elegir y seguramente por eso y por la confianza que me había ganado, a los pocos días, Edmundo estaba en su hogar.
El cambio, como lo había calculado, operó de forma favorable en el enfermo: volver a su casa, a su dormitorio, a la comida casera, alguna vuelta por el patio mirando las plantitas, la cercanía de sus hijos y nietos, todo contribuyó en su pronta recuperación; solo persistía la fístula, rebelde, caprichosa, ingeniándoselas para complicarnos siempre un poco más.
El pobre hombre carecía de la más elemental presencia de ánimo, no se atrevía ni a mirarse la herida, mucho menos a limpiarse la panza cuando alguna bolsa se le despegaba y lo dejaba todo enchastrado; pero ahí estaba yo, cumpliendo con lo prometido y noche tras noche, sin saltearme sábados, domingos o feriados me hacía el viajecito a Berisso, la mayoría de las veces solo, alguna acompañado por mis hijos, mi esposa o incluso por algún amigo que esperaban con paciencia en el auto.
Mi tarea por entonces estaba desdoblada: una, poco tenía de científica, consistía en lograr –artesanalmente– con el auxilio de tijeras, adhesivos, parches y diferentes bolsas, que la materia fecal que brotaba hacia afuera, quedara contenida permitiendo el mayor confort para el paciente. Esporádicamente, algo no funcionaba y debía anticipar la visita nocturna, ante el desesperado llamado de mi enfermo que se tiraba como estaba en la cama sin atreverse ni a limpiarse.
Otra, a la que le dedicaba toda mi atención, era la de mantener tranquilos tanto a Edmundo como a su familia; pasado un tiempo, estaba claro que el problema no se resolvería espontáneamente, pero la reparación quirúrgica sólo debería ser hecha cuando, transcurrido ya el calendario suficiente, el enfermo se encontrase en su plenitud, y calmar la ansiedad, desbaratando las urgencias, era todo un esfuerzo y una necesidad.
Recuerdo –como si fuese hoy– la noche de ese fin de año: Olga, mi esposa, con el resto de mi familia esperando en casa y yo, casi sobre la hora de cenar, en Berisso, levantando mi copa con Edmundo; el pobre estaba omnipresente y ocupaba un buen tiempo de mi vida.
No hubo vacaciones en ese verano, sólo tres o cuatro días en los que viajé a Bahía Blanca y que Marcelo, cirujano, amigo, y una bella persona, cubrió, reemplazándome en forma desinteresada, porque –resulta obvio aclararlo– si alguna vez hubo honorarios de la obra social, ellos quedaron allí con la primera intervención.
Para marzo, llevábamos unos seis largos meses en la historia y el protagonista cumplía los setenta; fácil resultará adivinar quien se encontraba sentado en la cabecera al lado del homenajeado cuando éste soplaba las velitas, quien entre un sanguchito de miga y un mordiscón a una empanada, seguía contestando las interminables preguntas de toda la familia
Algunas semanas después, decidimos por fin la cirugía; la misma fue sencilla y terminó rápidamente con los padecimientos, los míos y los del paciente, por supuesto.
Se preguntaran el por qué del título dado a este relato: pues bien, la fuerte experiencia compartida hizo que ganáramos en confianza mutua, con la esposa, los hijos y de manera especial con el enfermo qué, después de unos meses era ya un entrañable amigo; nos contábamos muchas cosas y hablábamos de todo: de trabajo, de política y de los hijos, pero también de la vida y de la muerte. En ese contexto, alguna vez, sentado al lado de la cama, en plena tarea de recortar y pegar las bolsas, con Edmundo acostado boca arriba mostrando la herida bien cicatrizada, aunque con dos o tres orificios por los que salía menesunda, consciente de que llevaba en esto más de lo esperado y me quedaba todavía un trecho por delante, sin poder contener el humor negro que muchos cirujanos tenemos y como para despejar la angustia que a todos nos pesaba, se me escapó –rompiendo el silencio– gastarlo a mi paciente:
– Usted sí que se hizo famoso con la fístula.
– Famoso, ¿yo?… ¿Por qué, doctor?
– ¿Cómo qué por qué?, si hasta Discépolo lo nombra en un tango…
– ¿En un tango?, doctor.
– Claro, acaso nunca escuchó ese que dice:” …que Edmundo fue y será una porquería ya lo sé…”.
– Ay mi doctorcito…que cosas que me dice… -me contestó él, sonriente y resignado, repleto de bondad.
Solemos decirnos los ajedrecistas, se aprende más de una partida perdida que de cien ganadas.
* conjunto de complicaciones que aparecen como intercurrencias dentro de las internaciones prolongadas, originadas precisamente en la estancia hospitalaria.