A mamá, que tanto se ocupó de nuestro modales
Un elogio bien asestado puede dejar cicatrices indelebles
E. E. Echenique
Fue, seguramente, un episodio muy aislado, un viaje en micro de los que no ocurrían con frecuencia. Tendría no más de siete u ocho años y siempre la memoria se empecinó en remarcarle –entre un cúmulo de imágenes borrosas – que para la ocasión llevaba puesto un sobretodito marrón con martingala.
No eran muchos los detalles que podía recordar, aunque estuviese seguro de que habían ocupado un asiento de los dobles en la primera o segunda fila de aquel viejo colectivo de la línea 8, sentado él contra la ventanilla, registrando –desde su infatigable curiosidad infantil – todo cuanto pasaba por la calle.
Debió de haber habido alguna indicación de su mamá, un toque en las rodillas, una señal con la cabeza o algo por el estilo y fue entonces que se incorporó ofreciendo –todo timidez –su lugar a una señora que acababa de ascender.
Permaneció de pie, en el pasillo, aferrado al respaldo, erguido como un granadero, interesado con seguridad en memorizar todos y cada uno de los gestos conductivos del chofer. Observando como manejaba con la izquierda, mientras con la derecha cortaba los boletos e impulsaba, sin pausas, –hacia delante y hacia atrás, –la gigantesca palanca de los cambios, al compás de un motor sonoro y esforzado.
Estaba casi seguro de que había vuelto a sentarse cuando la pasajera descendió y que, probablemente, su mamá lo felicitó por su actitud, pero todo esto era –con certeza –fruto de su imaginación.
Lo que, –por el contrario, –no se borraría jamás de sus recuerdos fue el orgullo que sintió ante los dichos posteriores de ella, cuando en reiteradas oportunidades comentó: “da gusto verlo tan educadito”.
Es que, si bien pasaron muchos años y el tiempo le fue añadiendo cierta intemperancia a su carácter, haciendo que sus modales no conservaran precisamente esa dulzura encantadora de la infancia, él supo resguardar, al menos fuera de su casa, los gestos de caballerosidad y buena educación que tanto habían complacido a su familia.
Probablemente, algunas de estas cosas andarían revoloteando en su inconsciente mientras caminaba sin prisa por la vereda de la plaza.
Unos diez metros antes de arribar a la parada de los taxis observó uno que se aproximaba y estiró su brazo, agitando suavemente el periódico enrollado que aferraba con su mano derecha, el auto siguió como si nada y fue a detenerse un poco detrás de él, abriéndole la puerta a una pareja.
No experimentó gran contrariedad, al fin y al cabo era una agradable noche otoñal y cinco minutos más o menos que se demorara en llegar a su casa no cambiaba para nada las cosas.
Parado junto al poste indicador, divisó el techo amarillo y el cartelito rojo iluminado que se acercaban zigzagueando. Esta vez no alcanzó ni a levantar la mano, tres mujeres mayores llegaban envueltas en una cháchara ruidosa y, por supuesto, no dudó en ofrecérselos, una ascendió después de agradecerle amablemente, mientras los dos restantes se colocaban con respeto en la fila.
“Por favor”, intervino él, haciendo ademán de dejar el sitio que le correspondía.
“Muy cortés de su parte”, alcanzó a decirle la más joven. “Qué caballero”, agregó la compañera, ya desde el interior del siguiente automóvil, mientras él, como un gentleman, les cerraba la puerta.
Complacido, giró sobre sus talones. Comenzaba a formarse ahora una fila de ansiosos pasajeros. Tras de sí, un hombre bien entrado en años consultaba con impaciencia su reloj, solo tuvo que insistirle un par de veces para que ocupara su turno al arribo del siguiente coche.
“Adelante, pase usted, no hay inconvenientes”, la destinataria era ahora una chiquilina rubia, con un bebé en brazos. Su satisfacción crecía más y más, mientras los cargados taxis abandonaban –uno tras otro –la parada.
Desde el sudoeste, un vientito suave empezaba a soplar, las parvas de hojas amarillentas se deshacían formando remolinos que jugueteaban entre las piernas de la gente; la temperatura bajaba hora tras hora…
…la muerte lo sorprendió a avanzada edad, feliz, pletórico, sosteniendo abierta la puerta trasera de un 504 negro y amarillo, al tiempo que con vivos gestos de su mano izquierda invitaba a subir a un par de ancianos.
Nota: este cuento, reescrito en 2019, fue publicado en «Pinceladas», Ed. Dunken, 2008.