Querida Claudia*, lejos de mí joderte un sábado a la tarde. Una consulta técnico-médica de relativa urgencia.

Antes de salir Kiki, vaya uno a saber dónde va la pobre a tomar algo de aire estos días que la tengo tan loca, me colocó el par de imanes que me dejaste el día del asado, en casa, esos discos redondos, rojos y negros, muy potentes, muy fuertes, de imanto terapia (disculpá mi ignorancia si no es ese el nombre, solo he sido un vulgar matasanos aficionado al bisturí). Me los pegó, de acuerdo con mis indicaciones, con cinta adhesiva de papel, bastante cerca uno de otro, en la espalda baja, donde terminan las lumbares y se inicia el sacro.

A decirte verdad, hasta el momento no he notado efecto alguno (ha pasado ya un tiempo prolongado) y temo que me los haya colocado al revés porque hará casi una hora, al pasar por la cocina, que es un tanto estrecha, quedé fuertemente pegado a la heladera y por más esfuerzos (con la imaginable reagudización de los dolores) que realizo, no consigo despegarme ni un puto milímetro.

Ya me he desgañitado gritando, pero Julián, con sus catorce años, atrapado por auriculares de última generación y el campeonato de Fornite que se juega hoy en USA, no da muestras de vida, enclaustrado en su cuarto, con la puerta cerrada.

Deben de haber sido tan fuertes y sostenidos mis gritos y alaridos que Guapo (los perros entienden mucho más de lo que suponemos) comenzó a ladrar sin parar en un tono muy raro. Algo le habrá llamado la atención a mi vecina que, hace unos minutos, saltó la tapia y se me apareció en la cocina. Me encontró casi desfalleciente, sin voz, babeando saliva por la comisura de mis labios, con los ojos en blanco producto del esfuerzo y el dolor, que ya a esta altura, te lo confieso, se ha vuelto insoportable. “Estoy salvado” pensé para mí, derrochando energía de las pocas neuronas que aún me respondían.

¡No!, saben que no fue así y pueden creer que la muy bobalicona se me quedó mirando y ante mi silencio (ya lo dije, no me salían las palabras), exclamó: “Estos de los deliverys los hacen cada vez más grandes, y reales, ya no se les ocurre cómo carajo llamar la atención para que les hagas un pedido, pero se olvidaron de poner el número de teléfono en la remera, me pregunto quién demonios va a llamarlos así. ¡Qué gente pelotuda!”, dio media vuelta y se volvió –intuyo que algo confundida y por qué no amoscada –por donde había llegado.

No alcanzó a leer mi vecinita que tenía puesta una chomba negra que me gané hace unos años en un torneo en Montevideo y que dice, aunque en letras pequeñas: “Golf club del Uruguay – Punta Carretas – Since 1934”. Acabo de enterarme, para empeorar el cuadro, –las noticias corren como la pólvora en los barrios –que llegó a su casa y le comentó indignada a su empleada: “ese debe ser un aviso de un taxi boy, seguro, con la poca alegría que se respira en esa casa. Pero te ponen un viejo del año 34, encima baboso y cachivache. Me quedo con el mío del 48, al menos le conozco las mañas y no me sale un peso”.

¿Qué hago?, por favor!!!  Alguien que llamé ya al 901, al multifacético y aguerrido Armando, a los bomberos, a Defensa Civil…las piernas ya no me sostienen y, aunque resulta enorme el riesgo de estrolarme la jeta contra el piso, ni el peso de mis noventa kilos muertos logran despegarme.

* Claudia es una querida compañera del secundario, excelente pedíatra de Buenos Aires, muy religiosa y también aficionada a algunas terapias no convencionales.