(una historia de sordos)
Fueron cuarenta y cinco minutos de cola, entre gente de todas las edades, tipos y pelajes, todos callados, pensativos…o aburridos, quizás resignados. No es la primera vez que lo sufría, ya he pasado por este trámite otras veces. Se trataba de llegar hasta la ventanilla, presentar mi documento y tener la fortuna de encontrar depositada la liquidación. Algo bastante parecido a sacar la lotería o acertarles a los quince números del cartonazo con el que, semana a semana, nos ilusiona el diario de La Plata. Ansioso como soy, recorrí los últimos metros de la cola contando mentalmente los segundos que tardaban en llamar cada número. Intentaba de esa manera distraerme, calmarme y calcular los tiempos.
El letrero luminoso rojo parpadeó y me indicó la caja a la cual dirigirme, me tocó en suerte el 17, “la desgracia” pensé (primer indicio de que hoy la fortuna no golpeaba a mi puerta). Para completarla: un cajero amabilísimo, pintón, mediana edad, canoso, aunque… yo no lo había advertido…sordomudo. Me recibió enarcando las cejas (segundo indicio de que la mano no venía fácil), alargué mi DNI, repitió el mismo gesto y caí en la cuenta. “Es por un retroactivo del Ministerio de Salud” casi que le grité, sorprendido, medio desubicado, sin comprender que, si el tipo era sordo, era sordo, y a lo sumo me leería los labios. Siguieron dos o tres minutos de un silencio espeso, de tocar teclas y mirar la pantalla él mientras yo, al mejor estilo de Mario Benedetti “coleccionaba pronósticos, anuncios y matices y signos y sospechas y señales…”.
Cortó el suspenso con un “¿Cuá?” estentóreo, así lo percibieron mis cócleas maltrechas, un graznido cuacuar, pero ahora con los ojos muy abiertos. La cosa siguió más o menos así: “¿Cuá?”, “¿Eh?”, con mi expresión más bobalicona, “¿Cuá?”, “¿Eh?”, otra vez y en un tono más fuerte, “¿Cuá?”, “¿Eh?”, si parecía que nos cantábamos “truco”, “quiero retruco”, “quiero vale cuatro” peleándonos a gritos por cuatro porotos. Yo imploraba auxilio con la mirada hacia los que pasaban caminando por detrás del tipo y éste, canchero, me giró la pantalla. ¿De qué me servía? A cincuenta centímetros solo veía una cosa borrosa, me calcé los anteojos y peor, me los saqué e intenté acercarme, pegué dos frentazos en el blindex y me rendí. Creo que alcancé a divisar en alguna de las bandas coloreadas de verde o de celeste de un listado intrincado algo parecido a un saldo de trescientos diecisiete pesos que el tipo señalaba con su lapicera, mascullé alguna palabrota y él, impasible (seguro que no pudo leerme los labios porque yo miraba hacia el piso), amable, muy amable, me despidió con un gesto entre indiferente y comprensivo, le levanté un pulgar, me sonrió y me fui puteando por lo bajo…
En la calle retumbaban los bombos, también los petardos, una manifestación con cientos de banderas verdes ocupaba hasta las veredas, “¡qué país!”, pensé, agaché la cabeza, apuré el paso y me tragué la angustia, otra vez será…
*Hermosa película argentina de 1974, protagonizada por Héctor Alterio y Ana María Picchio, sobre el libro homónimo de Mario Benedetti.