a Kiki, que me lo contó con sentimiento.

No había transcurrido ni siquiera una hora desde el comienzo de esa jornada escolar, de lunes por la tarde, cuando el inesperado asueto alteró la calma del establecimiento. Los chiquilines, inquietos, ruidosos, correteaban por el hall de la planta baja mientras esperaban  ̶ ajenos y despreocupados ̶  que se acercaran sus padres para retirarlos.

A Evangelina, con sus escasos ocho añitos, la sorprendió alegremente descubrir  ̶ cruzando la puerta de la escuela ̶ el ingreso de una figura familiar. Su papá llegaba  ̶ cosa nada habitual en él ̶  para llevarla hasta su casa. Más inesperado aún le resultó el prolongado abrazo con que la recibió Eduardo, apretándola fuerte y en silencio contra su pecho, mientras con ella alzada encaminaba sus pasos hacia la vereda.

En el momento de sentarla, con delicadeza, sobre el caño de la vieja bicicleta donde se lucían orgullosas las calcomanías con las caras de Evita y Perón, la pequeña descubrió, extrañada, que su papá lloraba, que por sus mejillas corrían  ̶ unos tras otros ̶  gruesos lagrimones.

Juntos, recorrieron en silencio las pocas cuadras que los separaban del hogar. Ella observando sin alcanzar a comprender el inusual movimiento de personas que alteraba ese mediodía soleado de invierno, la tranquilidad pueblerina de Mercedes. En todas las esquinas se formaban corrillos de vecinos que salían de sus casas, trasmitiéndose algo que a la colegiala, en su inocencia, no le era posible descifrar. Veía, con asombro, como desde almacenes, despensas y verdulerías entraba y salía gente con una frecuencia desacostumbrada. Eduardo en tanto, pedaleaba silencioso con la mirada perdida vaya a saber dónde, sumido en su congoja. Era la primera vez en su vida que Evangelina veía llorar a su papá.

Cuando arribaron por fin a la casa, entraron sin hacer comentarios. Atravesaron el zaguán en silencio, él con la cabeza gacha, ella intrigada, aunque feliz, también despreocupada. Casi que se llevaron por delante a Raquel  ̶ la mamá ̶ que apuraba las tareas de la sobremesa,  dispuesta a sumergirse en su negocio,  ajena  ̶ en apariencia ̶   a las noticias que ese día convulsionaban al país entero.

Eduardo se agachó, hincado en cuclillas frente a su hija que abría grandes los ojos en clara muestra de no comprender qué sucedía. La estrechó con fuerza otra vez contra su pecho, la separó y sin reincorporarse la sostuvo frente a él tomándole los hombros, con muchísima calma. Después de mirarla en silencio durante unos segundos, sacudió la cabeza y sin dejar de lagrimear, le explicó con ternura:

                                                 ̶ Negrita, algún día, cuando seas más grande, seguramente vas a entender porque llora papá.  Sucede que hoy, hijita      ̶ prosiguió con voz grave enjugando sus lágrimas–, hoy … ha muerto el general.

1° de julio de 1974


Este relato fue publicado en mi primer libro, Pinceladas, en 2008. Hoy lo reescribo en un nuevo aniversario de una fecha y un hecho que han quedado en la historia.